ESTRENO

Es de Netflix pero se estrena en cines y es la nueva película de un director con dos Oscar

Hoy llega a las salas uruguayas "Bardo: Falsa Crónica de unas Cuantas Verdades", lo nuevo del mexicano Alejandro González Iñarritu y es su primer película desde "El renacido"

Bardo
Daniel Gimenez Cacho en "Bardo"

Alejandro González Iñarritu ya ha dejado muy claro que acusarlo de pretencioso es decir una obviedad. Y que no es hablar mal de él: su cine refiere a crisis individuales o sociales mostradas con ambición de forma y contenido. Ya desde su largo y filosófico título, Bardo: Falsa Crónica de unas Cuantas Verdades hace poco para dar evidencia en lo contrario.

Cierta desmesura es la que ha hecho del mexicano González Iñarritu uno de los grandes cineastas contemporáneos, certificado por los dos Oscar consecutivos a mejor director por Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (¡otro de esos títulos que le gustan!) y la brutalista Revenant: el renacido. Siete años después, Bardo es la primera película tras esa racha y es una producción de Netflix, que la incluirá en su grilla el 16 de diciembre, pero que hoy se estrena en cines uruguayos.

Es, igual, una experiencia cinematográfica y había que aprovechar ese formato. Fue filmada en 65mm y la deslumbrante fotografía del franco iraní Darius Khonji sería un daño colateral al verla en versiones domésticas.

Se estrenó en el Festival de Venecia, donde se la esperó con gran expectativa; compitió por el León de Oro, ganó un premio menor y fue recibida con desdén por la crítica. La versión original es de tres horas a las que, tras tan tibia recepción, González Iñarritu decidió quitarle unos 20 minutos. Dijo que no se notan pero probablemente hayan sido un alivio.

Algunas de aquellas críticas a Bardo iban por el lado de una cierta espectacularidad de monumentalidad vacua que rozaba la autocomplacencia.

Es la película más personal de González Iñarritu, quien aquí encuentra un alter ego en el periodista que interpreta Daniel Giménez Cacho, que está muy bien.

Silverio, su personaje, es un reportero devenido documentalista quien vuelve a México a recibir un premio tras una vida y una carrera en Estados Unidos. El regreso deriva en una profunda crisis existencial de identidad. Está acompañado por su esposa (Griselda Siciliani) y sus dos hijos, y todos lidian, aún, con la muerte de Mateo, el otro hijo que solo vivió 30 horas. Su recuerdo está presente en una historia que no sigue una cronología ordenada. En el guion participa el argentino Nicolás Giacobone que ganó Oscar por Birdman.

“Bardo” refiere -según la teología budista o por lo menos según el diccionario de Oxford- a “un estado de existencia entre la muerte y el renacimiento, cuya duración varía según la conducta de una persona en la vida y la forma o la edad de la muerte”. Silverio habita ese limbo.

Y es así, esta “crónica con falsedades” transcurre en una zona indefinida donde la realidad, los sueños, los miedos, las fantasías y un par de capas más se combinan al nivel de la asociación libre. No se esconden las deudas con el universo de Federico Fellini, citado de todas las maneras posibles.

La puesta en escena, por ejemplo, tiene la artificialidad del maestro italiano; a la banda de sonido uno la asociaría con Nino Rota (o con la música de las películas balcánicas de Emir Kusturica, otro hijo de Fellini) y hay escenas que recuerdan a Ginger & Fred, Amarcord. El concepto general está cerca de 8 1/2.

Así, Silverio es una suerte del Guido Anselmi, el director en aparente crisis creativa y en debacle personal de ese clásico de Fellini. Hay algo del Bob Fosse, otro felliniano, de All That Jazz: uno de los mejores momentos es una coreografía de “Let’s Dance” con David Bowie a capella.

Influencias ya conocidas de Iñarritu siguen en la vuelta, principalmente los ambientes y los movimientos de cámara que recuerdan a AndreiTarkovsky y Terrence Malick. Cierto aire contemplativo lo acerca, también, al cine del sueco Roy Andersson. Hay un montón de referencias pictóricas.

Bardo es una película más luminosa que Biutiful o Babel, otras dos de Iñarritu sobre pérdidas, crisis y transiciones personales.

Con todo eso en la mochila, su estilo pasa por una puesta en escena impactante que no escatima recursos ni imaginación; la primera escena con una cámara subjetiva que nos convierte en gigantes es impresionante. Es una película ambiciosa y como es costumbre de la casa, llena de ideas. Toma todos los riesgos, incluyendo el de la superabundancia. Hay un retórica un poco exagerada.

El universo, sin embargo, es exclusivamente de Iñarritu y, en este caso arma una identidad de México, avalada por un debate entre Silverio y el mismísimo Hernán Cortez recitando a Octavio Paz y otras referencias históricas que se combinan libremente con la trama central. La película rastrea orígenes y, como mucho del cine mexicano actual, retrata un México (algo apátrida) que se continúa del otro lado de la frontera.

El limbo, así, no solo es existencial o vivencial del héroe, sino también incluye su nacionalidad, su vida en los dos lados del muro y el mismísimo México, siempre en camino de algo. Como todas las de Iñarritu, Bardo es una travesía a través de laberintos, un recurso visual que se repite en toda su obra.

Aun excesiva (y autoindulgente) Bardo es la obra de un artista condenado, como todos los de su clase, a mostrarnos el drama de ser quienes terminamos siendo.

Reportar error
Enviado
Error
Reportar error
Temas relacionados