CRÓNICA

Viaje a un país que sangra: la vida de 46 uruguayos en uno de los rincones más pobres de África

El País visitó Kavumu, una localidad del Congo donde la Fuerza Aérea Uruguaya realiza desde evacuaciones médicas hasta transporte de carga, en un escenario de creciente tensión y de miseria arraigada.

Vista aérea del lago Kivu en el este de la República Democrática del Congo. Foto: Delfina Milder
Vista aérea del lago Kivu y la ciudad de Bukavu, en el este de la República Democrática del Congo. Foto: Delfina Milder

Ya entrada la noche y con un clima ideal para volar, empieza a rugir el motor del Hércules en la pista de la Base Aérea I. Estaba previsto volar en setiembre. Después en octubre. Y ahora, este 12 de noviembre, nos preparamos para un viaje que durará dos días. Antes hubo cinco vacunas, un exhaustivo examen psicofísico, un PCR. Y ahora, para llegar a destino, serán necesarias cuatro escalas. Es así: mientras más nos acercamos, el Congo más se aleja.

Es el primer viaje que hace este Hércules al país africano, donde además de la base del Ejército uruguayo en Goma, hay un pequeño contingente de la Fuerza Aérea, Uruavu, ubicado en Kavumu, un poblado circundante a la ciudad de Bukavu, capital de Sur Kivu. Allí nos dirigimos.

En esa base hay helicópteros uruguayos al servicio de la ONU. A bordo del Hércules va el jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Uruguaya (FAU), Leonardo Blengini; y van pilotos, mecánicos aeronáuticos que harán tareas de mantenimiento y efectivos de la FAU a cumplir misión.

El misticismo y la controversia alrededor del Hércules lo convierten en un destino en sí mismo. Entrar por primera vez es, entonces, un acontecimiento. La estructura está a la vista: ninguna pieza sobra, todo es funcional, todo tiene un propósito. Cada centímetro de metal está diseñado para volar durante ocho horas seguidas, transportar 92 pasajeros y soportar hasta 20 toneladas.

El Hércules también representa 26 millones de dólares, el monto que pagó el gobierno uruguayo a España por la compra de dos aviones a los que la oposición llamó “jubilados”. Para quienes están a bordo, el Hércules representa un propósito mucho mayor: la soberanía aérea.

Tripulación de la Fuerza Aérea Uruguaya aguarda carga de combustible del Hércules. Foto: Delfina Milder
Tripulación de la Fuerza Aérea Uruguaya aguarda carga de combustible del Hércules. Foto: Delfina Milder

Acá en la tierra, mientras se hace la carga, un tripulante nos describe cómo son los sonidos que enviarán desde la cabina en caso de que haya que evacuar la aeronave. Las señales tienen distinta duración dependiendo de si la evacuación es en tierra o en agua. También son distintas las vías de emergencia. Ninguno de los ajenos al mundo Hércules recordaríamos el patrón de los sonidos llegado el caso; el tripulante lo sabe y después de las indicaciones nos tranquiliza: “No se preocupen que nosotros les vamos a avisar”.

“Les vamos a avisar”, dice. No “no va a pasar nada”. Entiendo rápido que, acá y en el Congo, la constante es estar preparados, siempre en alerta.

Entonces llega la medianoche. En el corazón del avión, la carga; en el fondo, los catres donde se turnan para descansar los pilotos. Cuando todo está en su lugar, empieza el despegue. Desde la pista nos mandan un video del avión —de nosotros— en movimiento. El ruido se siente en todo el cuerpo. Ese video es lo último que recibimos antes de perder la señal: el avión despegó rumbo a Kavumu.

Interior de uno de los aviones Hércules de la Fuerza Aérea Uruguaya. Foto: Delfina Milder
Interior de uno de los aviones Hércules de la Fuerza Aérea Uruguaya. Foto: Delfina Milder

El destino.

La tierra que pisamos es testigo de una historia sangrienta. La colonización, el reinado de Leopoldo II —que hizo del Congo su propiedad, una especie de patio privado de Bélgica hasta 1908—, las rivalidades étnicas y la lucha interminable por la riqueza en minerales —como oro, cobalto, cobre, diamantes, casiterita, coltán, tungsteno y estaño— dejaron millones de muertos tras de sí.

El Congo parece nunca recuperarse. Más acá en el tiempo, desde que terminó la guerra civil, a fines de la década del 1990, los conflictos no han hecho más que escalar. Las disputas entre grupos armados se concentran en el este, en donde estamos ahora, en la tensa frontera con Ruanda.

En estas últimas semanas, el resurgimiento militar del movimiento Marzo 23 (M23) tuvo al país en vilo cuando estuvieron a pocos kilómetros de tomar Goma, como hace 10 años atrás. El enfrentamiento del grupo con las Fuerzas Armadas de República Democrática del Congo (Fardc) llevó a que más de 200.000 civiles se hayan desplazado desde octubre, según cifras de la ONU. Muchos huyen a Bukavu, 100 kilómetros al sur, la gran ciudad a pocos minutos de la base uruguaya Uruavu.

Las heridas que el Congo arrastra desde la guerra civil —y las de hace cientos de años— están a la vista: pobreza extrema, epidemias, desnutrición, inseguridad, violencia. Y la que es quizá la tragedia mayor: el hambre en un país rico, en una tierra fértil sobre la que en esta época llueve todos los días.

Acá en Kavumu, el congoleño Mugisho Bahati Abraham piensa en su hermano, que vive en Goma. “No quiero que mi hermano vea a los bandidos”, dice, en referencia a los rebeldes del M23. “Cuando muere uno de allá (de Goma) es como si muriera uno de la familia, porque es congoleño”, asegura. Si bien ninguna de las partes lo ha reconocido, un informe de seguridad de la ONU asegura que el gobierno de Ruanda apoya al movimiento rebelde.

Mugisho trabaja en Uruavu. Oficia de traductor entre los locales —que hablan suajili y francés— y los efectivos de la Fuerza Aérea. Aprendió español gracias al contacto con los uruguayos desde que se instaló esta misión, hace ya 12 años.

Mugisho Bahati, traductor de la Fuerza Aérea. Foto: Delfina Milder
Mugisho Bahati, traductor de la Fuerza Aérea. Foto: Delfina Milder

A su lado siempre está Obedi, que trabaja haciendo “lo que se necesite”. Ahora, por ejemplo, los dos levantan la tierra que se vino abajo en uno de los laterales de la base tras un aluvión intenso antes de nuestra llegada.

—Mi nombre es Obedi Zihindula Batumike. Obedi significa “defensor”. Zihindula significa “todo cambia”. Batumike significa “trabaja con fuerza”. Ese es mi nombre —se presenta Obedi.

Sus familias son extensas, como toda familia congoleña. Con Obedi y su mujer viven sus tres hijas, su hermana y la hermana de su mujer, todos bajo el mismo techo.

Mugisho cuenta que su suegro, cuando va de visita, le lleva de regalo una cabrita que antes él había tenido que dársela para casarse con su hija. “De a poco, con cada visita, me las va devolviendo”, bromea. Es una costumbre de los bantúes, explica Mugisho. Para que el padre de la novia dé la bendición, se negocia una cierta cantidad de vacas o cabras a cambio.

El padre de Obedi, por ejemplo, pedía seis vacas por la mano de su hija (una cantidad absurda, da a entender él). Obedi explica que su mujer tiene diploma —bachillerato completo—, por eso, el padre pedía tal cantidad. Al final, el padre de Obedi habló con el suegro y llegaron a un acuerdo: una vaca y cuatro cabras. “Le dije a ella que era eso o nuestra amistad se iba a tener que terminar, porque yo no tenía seis vacas”, dice entre risas.

El casamiento de Obedi se celebró con la plata que había juntado para comprarse un pasaje a Uruguay antes de la pandemia. De todos modos, dice, los ahorros no le alcanzaban para el precio final del pasaje, y la visa que había conseguido con el embajador uruguayo en Kinshasa se iba a vencer pronto.

No lo logró, pero casi. Ahora le pide a Dios que cuando su gente le pregunte dónde queda Uruguay, él pueda decir que fue.

Los dos quieren ir con sus familias.

—Vivo bien. O sea… No estoy bien, pero tengo para comer y vestir —dice Mugisho—. La mayoría de la gente pasa hambre, sin comer nada, no tienen para comer. Si no se ponen en un cantero a plantar porotos, se ponen a pedir. Y capaz que igual se duermen con hambre.

Las familias priorizan comer en la noche. Se puede ir a trabajar sin desayunar, se puede pasar el día sin almorzar, pero no se puede dormir con hambre, me dice un congoleño que vive cerca de la base. Su hija fue a la escuela sin desayunar. Aun así, es una de las que tiene suerte en esta zona del Congo, porque la enorme mayoría no puede costear los cinco dólares mensuales que sale el colegio. Unos 50 dólares —alrededor de dos mil pesos uruguayos— al año.

Por eso, es común que un hermano termine la escuela y después empiece el otro, tenga la edad que tenga. Para una familia promedio la educación es un lujo, aun cuando un miembro trabaja.

También hay efectivos uruguayos que “apadrinan” a los niños de la zona y les pagan la escuela, con la condición de que les muestren el carné con las notas a modo de prueba. Algunos no lo hacen. Pero no pueden culparlos, dice uno de ellos. Si no es en la escuela, la familia usará los cinco dólares para comer.

Estos niños que merodean frente a la base casi todo el día hablan suajili, francés y español y son hinchas de cuadros uruguayos. Cuando se abre el portón, corren una carrera detrás de la camioneta que sale. Saludan con la mano y corren hasta desaparecer en una nube de tierra.

Niños saludan en la puerta de Uruavu, la base aérea uruguaya en el Congo.
Niños saludan en la entrada de Uruavu, la base aérea uruguaya en el Congo. Foto: Delfina Milder

Bukavu.

El camino de 40 kilómetros de Kavumu a Bukavu no se hace en menos de una hora. Cientos de casas dispersas al costado del camino de barro conectan el pueblo con la gran capital de Sur Kivu.

Es ahí, en la periferia de la ciudad, donde la miseria se concentra. Y a ella le hacen frente las mujeres, que sobre su espalda y su cabeza cargan lo inimaginable: desde bananas, papas y cebolla hasta ropa, colchones, kilos de madera o caña de azúcar. También llevan a sus bebés, envueltos en una tela que lo enlaza al pecho o a la espalda. Caminan kilómetros del pueblo a la ciudad o viceversa. Sus vestidos brillan hasta en la sombra. Las congoleñas eligen los estampados más coloridos y cosen sus propios atuendos y los de sus hijos. Y, aún con el mundo sobre sus cabezas, los lucen vibrantes.

Los hombres no cargan, no hacen esos trabajos. Caminan a su lado o las miran desde la vereda. Lo que sí hacen es picar piedra con un martillo, como si los siglos no hubieran pasado.

Al costado de la ruta se forman grupos de hombres y de niños que se sientan sobre las montañas de pedregullo que ellos mismos van picando. Por cada montón, que llega más o menos a la cintura de un niño, se les paga cinco dólares. Picar uno lleva más de un día.

Niños pican piedra al costado de la ruta que une Kavumu y Bukavu. Foto: Delfina Milder
Niños pican piedra al costado de la ruta que une Kavumu y Bukavu. Foto: Delfina Milder

Cuando se aburren, los niños cortan el tránsito y cobran un “peaje” que se disuelve rápidamente. Pero a veces son los adultos los que cortan la calle y con quienes hay que negociar. Y más cerca de Bukavu, manejar se vuelve una hazaña.

La bocina se usa para todo todo el tiempo, nos cuenta Diego, un capitán. Para avisar, para saludar y porque sí. Ese ruido es el que manda, el que ordena el tránsito de una forma misteriosa —porque en 30 kilómetros no hay un solo accidente y, según nos dicen, no son tan comunes como uno imagina.

En este largo tramo de la ciudad no hay tal cosa como la preferencia ni el sentido de dirección. No hay reglas. Hubo una vez un intento de sofisticación, un semáforo que ahora, en los hechos, no es más que un poste con luces que cambian de color. El orden está regido por los peajes clandestinos, por los peatones —miles, todo el tiempo, cruzando en cualquier part— y por la suerte de cada uno.

En Bukavu viven unas 870.000 personas. Hoy, parece, están todos afuera.

Tránsito en la ciudad de Bukavu. Foto: Delfina Milder
Tránsito en la ciudad de Bukavu. Foto: Delfina Milder

Una isla.

¿Qué hacen 46 efectivos uruguayos viviendo en este rincón de África?

En concreto, la misión que le encomienda la ONU al contingente Uruavu es el transporte de personas, la evacuación médica y de heridos y el transporte de carga. Estas tareas se llevan a cabo con dos helicópteros que dispone el contingente. Hasta 2020 había dos unidades que operaban en Kavumu; ahora solo queda Uruavu.

Esta unidad se reparte 50/50 entre técnicos y efectivos que cumplen tareas de apoyo a la base. Una de las mitades, los técnicos, se dedica estrictamente a lo aéreo. Hay tres tripulaciones completas, artilleros y mecánicos. La otra mitad se encarga de la cocina, la infraestructura, el alojamiento y todo lo que implique hacer funcionar este pequeño Uruguay en el Congo los 365 días del año.

“Somos autosustentables”, dice el capitán aviador Diego Deffes, que se desempeña en la base como comandante de apoyo a las operaciones. Se encarga de tareas logísticas, trámites, gestiona lo que haya que traer desde Uruguay, coordina con la ONU.

“Cada uno se provee de comida, de sus vehículos. Todo lo que se hace acá adentro, lo hacemos nosotros”, afirma. Esto implica, por ejemplo, alimentar los generadores con el combustible necesario para que nunca falte energía. Si falta energía, también faltará el agua y no será posible la comunicación.

Todo este mecanismo está al servicio de cualquier orden de vuelo, sea de día o de noche. Desde el cocinero al mecánico, cada uno cumple su tarea con el mismo rigor y un único fin: estar al servicio.

El jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea Uruguaya, brigadier general Leonardo Blengini, saludando a los efectivos
El jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea Uruguaya, brigadier general Leonardo Blengini, saludando a los efectivos. Foto: Delfina Milder

“Apoyamos donde haya riesgo controlado, medido”, explica Blengini. “Las misiones son planificadas por la repartición de aviación de la ONU, que entrega requerimientos día a día para planificar, al día siguiente, los vuelos, las aeronaves y las horas que hay que tener disponibles para volar”, señala.

Blengini se enorgullece de una característica de los helicópteros uruguayos que los demás no tienen: los visores nocturnos. “Es la única unidad del Congo con esa capacidad”, dice el jerarca.

El jefe del Estado Mayor General se empeña en reconocer la actividad que lleva a cabo esta base, menos conocida, quizá, que la del Ejército en Goma. Ahí hay unos 800 efectivos en misión de paz. A diferencia de la Fuerza Aérea, en ese caso “lo grueso es el infante y sus recursos móviles, por lo que necesitan cantidad”, dice Blengini. La Fuerza Aérea, en cambio, “es una unidad más específica en lo técnico, es menor la cantidad de personal que necesita en comparación”, apunta.

En Uruguay el número de subalternos no ha tenido variaciones, pero sí se identifica una disminución del 10% a nivel de oficiales. “En un futuro puede tener algún tipo de afectación en la participación de forma más masiva en misiones de paz”, advierte Blengini.

No obstante, la FAU planifica un año más en Kavumu. “Los desafíos a mediano plazo no son solo las máquinas, sino poder tener una planificación de recursos humanos tanto de oficiales pilotos como de rescatistas y técnicos en mantenimiento”, subraya.

En lo alto, desde uno de los helicópteros, el Congo puede ser un lago inmenso y una balsa de madera, puede ser una ciudad densa de techos anaranjados y puede ser, también, una mujer al pie de la montaña, cultivando la tierra, con su hijo en la espalda.

Vista aérea de Bukavu, República Democrática del Congo. Foto: Delfina Milder
Vista aérea de Bukavu, República Democrática del Congo. Foto: Delfina Milder
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