EDITORIAL
diario El País

Llueve sobre mojado

No es casual que elijamos el título de la recordada canción que grabaron Fito Páez y Joaquín Sabina en 1998, con la audacia compositiva que caracteriza al primero y las ingeniosas metáforas típicas del segundo.

En recientes declaraciones a la prensa, Sabina fue bastante menos metafórico al asumir un contundente mea culpa sobre su pasada adhesión a las utopías izquierdistas: “El fracaso del comunismo ha sido feroz. La deriva de la izquierda latinoamericana me rompe el corazón. Ya no soy tan de izquierda porque tengo ojos, oído y cabeza para ver lo que está pasando. Y es muy triste lo que está pasando (…). Fui amigo de la revolución cubana y de Fidel Castro. Pero ya no lo soy, no puedo serlo. Ahora estoy del lado de los que se manifiestan y de los que se exilian de la isla. Los que hemos sido de izquierdas tenemos la responsabilidad de decir la verdad ante algunos desastres de la izquierda”.

Por supuesto que estas reveladoras declaraciones tuvieron las dos reacciones dispares esperadas: los propagandistas de la dictadura cubana lo acusaron inmediatamente de “cambiar de bando”, mientras el sufrido pueblo de la isla lo elogió por echar luz sobre la grave situación del país, a pesar del aún vigente núcleo de intelectuales y artistas que defienden al castrismo.

Lo curioso fue apreciar las reacciones de muchos frenteamplistas compatriotas.

Los insultos al cantautor en las redes, claramente no faltaron. Pero más inquietante aún fue la tibia defensa que le prodigaron algunos intelectuales. Así lo expresó en Twitter Luis Mardones, quien se desempeñara como eficiente director nacional de Cultura durante el primer gobierno frenteamplista: “Los artistas hablan por sus obras. Como todo ciudadano/a tienen derecho a expresar opiniones políticas. Los políticos buscan esos apoyos, los/as artistas, a veces, sienten necesidad de expresarlas (ideas, sensibilidad, compromiso). Pero sus verdades esenciales están en sus obras”.

No era tan difícil decir directamente que Joaquín Sabina tiene razón, que la dictadura de Díaz-Canel está persiguiendo y encarcelando a su pueblo, con especial énfasis en sus artistas e intelectuales. Incluso podría reprochársele al cantautor español que demoró demasiado en admitirlo: desde hace 50 años, con el penoso forzamiento a la retractación pública a que sometieran al escritor Heberto Padilla, se sabe que ese país limita la libertad de creación y expresión, como cimiento de su política totalitaria. Pero todavía hoy, hay intelectuales que prefieren escamotear esta evidencia y apenas procuran exculpar a Sabina por el aparente pecado de admitirla.

No era tan difícil decir directamente que Joaquín Sabina tiene razón, que la dictadura de Díaz-Canel está persiguiendo y encarcelando a su pueblo, con especial énfasis en sus artistas e intelectuales.

Antes que manifestar solidaridad con un pueblo oprimido por una dictadura, optan por no pisar los callos de compañeros de partido que la reivindican, por la sencilla razón de que descreen de la democracia y el pluripartidismo que, según Fidel, era “la pluriporquería”.

Será por eso o porque temen recibir el estigma de “fachos” con que esos mismos radicales satanizan a todo aquel que se rebele contra sus prejuicios.

El mismo criterio han empleado al cuestionar que un libro clave de análisis del pasado reciente, como lo es “La agonía de la democracia” de Julio M. Sanguinetti, se integre a la bibliografía de los nuevos programas de Historia.

Resulta fácil inferir de ambos ejemplos que hay dos cosas que los intelectuales del FA no son capaces de tolerar: a los apóstatas -aquellos que un día fueron simpatizantes del marxismo pero luego abrieron los ojos- y los colegas que piensan con cabeza propia y no se suman a su triste manada.

El primer caso es el de Sabina y el segundo el de Sanguinetti. Respecto al dos veces presidente, no es la primera vez que padece esa suerte de excomunión intelectual. Ya en 2003, habiendo sido designado como jurado de un concurso de novela por la Embajada de España y la Editorial Alfaguara, debió soportar que varias decenas de escritores firmaran una carta cuestionándolo y amenazando con no participar si no lo retiraban de ese tribunal.

Los organizadores hicieron ni más ni menos lo que debían hacer: cancelar el concurso, con lo que el país perdió una buena oportunidad de internacionalizar su cultura literaria.

Por eso, el menosprecio a Sanguinetti de ayer y de hoy, así como el enojo por el arrepentimiento de Sabina, no sorprenden. Son la reiteración machacona de una falta de tolerancia y una inercia ideológica que degrada al mundillo cultural del país. Es lo de siempre: “por más que llueva y valga la redundancia, llueve sobre mojado”.

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