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Hechos desmienten discurso inclusivo


@|Se enseña que: “la peor injusticia que puede cometerse es tratar en forma igual a desiguales”; por ello el legislador ha tratado de dictar normas que regulen o brinden un marco jurídico que equilibre esas “asimetrías”. Que en rigor de verdad, son desigualdades que, por distintas circunstancias colocan en desventaja a aquellos que poseen “capacidades diferentes” o, lisa y llanamente, “discapacidades” con las que deben vivir. Todo ello en un sistema competitivo, en el que deben superarse, para alcanzar metas a nivel educativo terciario y luego de obtenido el grado universitario, lograr la inserción laboral en la sociedad.

Nuestro país, tan “avanzado” a nivel legislativo y con un “discurso inclusivo” en éste y otros niveles de nuestra sociedad, aún tiene mucho por recorrer, para que los hechos se compadezcan con los dichos.

Esto es que, el sistema realmente brinde las condiciones de una verdadera inclusión, que haga realidad el principio de igualdad de derechos, en lo que hace al acceso a la educación “superior” o “terciaria”.

Duro es comprobar que, de acuerdo al censo de 2011, sólo el 1% de las personas con discapacidades accede a la educación terciaria.

Desde la sanción de la Ley 18.651, en el año 2010, donde el legislador buscó plasmar normas de “protección integral de personas con discapacidad”, se hizo énfasis en las propuestas educativas, en las que habrían de respetarse las capacidades diferentes y las características individuales de los estudiantes, de forma tal de lograr el desarrollo de sus potencialidades.

Sin embargo, según ha sido difundido, sólo en pocos y determinados casos, en universidades privadas, se ha dispuesto una “adecuación curricular” -lo que supondría un “plan piloto especializado”- de acuerdo al avance de aquel estudiante que lo requiera, para permitirle una experiencia de vida universitaria.

Lamentablemente, en la Universidad de la República ha trascendido que no se cuenta con información sobre el ingreso y egreso de personas con discapacidad, ni menos cuál es el desempeño, no existe un seguimiento de las mismas, ni mucho menos una sistematización de las barreras que existen.

A nivel público, todo ha quedado librado a esfuerzos y gestiones individuales, que permiten mejorar situaciones, como por ejemplo poder acceder en silla de ruedas a un salón, o que ellos y su acompañante, puedan tener un acceso preferencial. Incluso lograr el financiamiento de intérpretes para los alumnos con hipoacusia, que brinden su servicio desde el comienzo de los cursos y no tiempo después de iniciados, lo que muchas veces deriva en frustraciones y abandonos.

Sin embargo, a nivel privado, con menos alumnos, el trato es más personalizado y el sistema se adapta a las necesidades del estudiante que presenta la discapacidad, tal vez porque advierten la situación como un derecho, en que se le considera parte de la diversidad humana.
Esa concepción, más empática, impulsa a quien se encuentra en esa situación a superar las barreras.

Hasta no superar el prejuicio que implica que “ser un discapacitado significa no poder”, no podrá lograrse un sistema educativo terciario que realmente se encuentre preparado para recibir, contemplar y adaptar planes curriculares y formas de evaluación diversas a las tradicionales a personas con discapacidad.

Habrá que impulsar la formación en inclusión y discapacidad, como parte de un programa que se centre en Humanidades, que forme profesionales con consciencia social, verdaderamente comprometidos con sus comunidades.

Otra será luego la tarea, de insertar socialmente a esta persona discapacitada, en el ejercicio práctico de la profesión en la que logró graduarse.

Tenemos por delante un gran desafío en esta materia que, como vemos, no se arregla sólo con más presupuesto ni con “discursos inclusivos”, a los que luego la realidad de los hechos los hace trizas, dejándolos vacíos de contenido.

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