Rodrigo Caballero
Rodrigo Caballero

El publicista

El responsable de la campaña publicitaria de los nuevos alfajores de chocolate LUCía, no necesariamente debe ser un amante de dicho producto. Es más, puede que ni siquiera le gusten los alfajores.

Pero su trabajo, para el cual es muy ducho, consiste en promocionarlos y motivar al llamado público objetivo para que los consuma. De eso vive este buen señor y, si bien el oficio que desempeña ha sido cuestionado desde siempre por el segmento más principista de la sociedad, existe una especie de pacto de aceptación bastante generalizado que hasta le brinda al publicista un estatus superior al que otorgan otros oficios.

La publicidad es necesaria para la buena salud de las economías y, a no ser recientemente con algunos productos como el cigarrillo, nadie cuestiona a quienes se devanan los sesos para crear piezas publicitarias que inciten a consumir alimentos o bebidas que no sean del todo saludables o bien poner su creatividad e ingenio al servicio de convertir en necesarias, chucherías o servicios que nadie precisa.

Ahora, lo que no es posible es que el publicista en cuestión haya promulgado, en declaraciones públicas recientes y masivas, que los alfajores de chocolate son una porquería. Que la gente no debería consumirlos y que los padres deberían evitar por todos los medios que sus hijos los coman. Sobre todo la marca LUCía, la cual considera la peor de todas.

Me corrijo: imposible no es. Al menos la realidad así lo ha demostrado. Pasar pasa. Y en esos casos, el publicista se convierte automáticamente en un chantapufi de la más genuina estirpe. Un cuentamusa profesional, carente de cualquier atisbo de respeto por el público al cual dirige sus mensajes.

Ahora bien, para que este publicista hipotético cuente con la posibilidad de ser ese chanta mencionado, antes debe existir alguien que se lo permita: un cliente que lo contrate. Ese otro personaje que entra ahora en escena debe presentar dos características fundamentales: primero que nada, debe padecer la misma pobreza de principios que su contratado. Segundo: compartir el mismo desprecio profundo por el público al que le quieren vender los alfajores de chocolate.

Pero cuidado, porque el contratante también podría ser un industrial de la golosina absolutamente demente que toma las decisiones empresariales guiado por la insanía. O bien un pobre empresario desesperado, a punto de hundirse en la quiebra que, por creer que en ese publicista que habló pestes de sus alfajores se encuentra la solución a sus problemas, va y lo contrata como un último manotazo de ahogado. Vio en él la salvación de su negocio y entonces decide hacer de cuenta que el publicista nunca dijo lo que dijo de sus alfajores y le ofrece el oro y el moro para que el tipo también finja que no dijo lo que dijo.

Entonces, con el cheque en el bolsillo, el publicista deberá continuar la farsa y exprimirse el cráneo para componer jingles y redactar piezas que convenzan al público que los alfajores LUCía son una delicia nutritiva para grandes y chicos.

Por su parte, el público podrá integrarse al sainete, aceptando el verso a ojos cerrados, y comprar los alfajores alegremente. Pero también podrá usar la inteligencia y, en lugar del alfajor, regalarse una docena de bizcochos. O unos churros.

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