Rodrigo Caballero
Rodrigo Caballero

Qué película

Fue la fantasía característica de la izquierda uruguaya. Esa que lleva a sus militantes a creerse en una posición de superioridad moral sobre el resto de la ciudadanía.

No puede haber sido otra la causa que motivó a los avivados de siempre a producir esa mala película, la cual sabían iría a ser un éxito de taquilla. Un argumento así nunca falla.

Me refiero a ese film épico que narra la historia de un modesto club fútbol de barrio en desigual lucha contra las injusticias de un gobierno antipopular, ensañado con las causas populares.

El filme no es bueno, pero tiene toques de genialidad indiscutibles.

Una de ellas es la composición de uno de sus personajes principales, el llamado Bigote López, un futbolista de 40 años, entrado en kilos y en el ocaso de una carrera sin demasiado brillo, que suple sus dificultades con el balón demostrando un compromiso casi fanático con las causas más caras de la izquierda local: los desaparecidos durante el gobierno de facto, las ollas populares, la LUC.

Con una barba sin bigote como la que supo lucir por los campos sumerios Nippur de Lagash hace más de 5 mil años, este superhéroe barrial aspira trabajar en la sección cultural del municipio de Montevideo y y dice que va a ser recordado como un “revolucionario del fútbol”.

El Bigote, en su cruzada en pos de la justicia social con la que sueña todas las noches luego de los entrenamientos en el club, ha alcanzado logros de lo más aplaudibles, como juntar firmas para el referendum, que sus compañeros vistan una camiseta con la margarita deshojada bajo la aurirroja del Villa Española, que la Intendenta de Montevideo, Carolina Cosse, haya declarado su amor por esos colores rojo y amarillo.

El argumento de la película, bastante previsible, plantea que el tirano neoliberal y aporofóbico que gobierna el país se siente amenazado ante el avance del héroe y ordena la intervención del club, a fin de cercenar desde el vamos ese retoño de libertad y rebeldía que ha empezado a crecer en el amarillento césped del estadio Obdulio Varela y que, desde tan humilde trinchera, puede hacer tambalear su poder.

Esa es la historia que los responsables por la película pretendieron contar a los desavisados de siempre. Pero hay otra, la real, que es muy diferente.

Y es que adentro del club Villa Española había un desaguisado tan grande que los propios socios denunciaron ante las autoridades competentes. En este caso el Ministerio de Educación y Cultura.

Cualquier lector medianamente razonable, entenderá lo que debe haber pensado el gobierno ante la denuncia en cuestión.

Y comprenderá también las pocas ganas que debió sentir de meterse en ese lodazal, donde estaba todo dado para que el barro lo salpicara.

Ante cualquier denuncia de esa clase, el MEC está obligado a actuar, aún sabiendo cómo puede ser interpretada y utilizada políticamente su intervención. La victimización es un arte que la izquierda ha llevado a un grado de dominio casi sublime, y un changüí semejante era como un regalo del cielo.

Ni el gobierno ni los ciudadanos acostumbrados al buen cine, la tienen fácil con estos productores cinematográficos. Tampoco con el público que compra cualquier historia berreta.

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