Rodrigo Caballero
Rodrigo Caballero

Libertad de expresión

La libertad de expresión es el básico derecho a decir lo que uno piensa. Está profundamente vinculada a la libertad de pensamiento y se erige como uno de los pilares fundamentales de las sociedades democráticas.

Por eso, es también la piedra en el zapato de las tiranías. No en vano los totalitarios le temen como a la peste y suelen recurrir a la censura para librarse de ella, sin darse cuenta que en la mayoría de los casos lo único que logran es hacerla más necesaria, deseada, y a sus usuarios más ingeniosos.

Pero no siempre la censura baja desde el poder. A veces también la piden los que andan entreverados con el pueblo. De un lado y del otro del pensamiento político. Desde la izquierda y desde la derecha. Sobre todo la muy izquierda y la muy derecha.

Así, en estos días, se pudo ver cómo la indignación multicolor la emprendió contra la murga Cayó la Cabra por unos versos dedicados al fallecido Ministro del Interior Jorge Larrañaga, y reclamó su censura.

Un poco antes habíamos presenciado cómo la indignación progre llamó a cancelar a la escritora Mercedes Vigil por expresar sus ideas respecto a los presos de Domingo Arena. La cruzada alcanzó su punto máximo de ridiculez cuando una librería de la capital, en un gesto de moralismo patético, anunció el retiro de sus estanterías de todos los títulos firmados por la citada autora.

Ahora bien, más allá de estos deslices -y de la desafortunada aparición en la Deustche Welle de aquel colaborador de Yamandu Orsi interpretando a un payasesco cuco alquilado-, la libertad de expresión en nuestro país goza de muy buena salud. Y eso nos permite no solo opinar con total tranquilidad, sino también aprovechar otro de sus grandes beneficios: la información franca y de primera mano que pone a nuestra disposición.

Cómo sabríamos quiénes son y cómo piensan les murguistes progresistes de Cayó la Cabra si la censura les hubiera impedido cantar esos versos que tanto alboroto causaron. Qué otra manera tan eficiente nos permitiría conocer con semejante certeza los valores humanos que guían las acciones de estos pibes de cara pintada y voz metálica. Y no solo eso, tampoco podríamos conocer los principios que manejan nuestros vecinos de al lado, esa parejita tan buena onda que sigue a “las cabras” a cada tablado en el que se presentan. O de ese compañero de trabajo que luce con orgullo una calcomanía de dicha murga en el termo que lleva aprisionado bajo el sobaco.

Censurada la murga, toda esa información nos sería vedada y podríamos ser engrupidos con total facilidad. Viviríamos engañados creyendo que en nuestro país no hay gente que, como Cayó la Cabra, ensucia a quien no puede defenderse.

La libertad de expresión nos da la posibilidad de conocernos mejor y ser mucho más libres a la hora de tomar decisiones. Es una valiosísima herramienta para saber quién es el otro. Cómo piensa. Cuál es su escala de valores. Su cosmovisión. Qué lo motiva, qué lo enoja y qué lo enamora. Qué cosa lo hace actuar como un idiota y qué otra lo lleva a mostrar su faceta más inteligente.

La libertad de expresión deja a la vista la calidad humana de las personas. Y si alguien se sale de madre y traspasa ese mítico límite que nadie sabe si existe o no, pues para qué interrumpirlos. Déjelos tranquilos y tome nota.

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