Rodrigo Caballero
Rodrigo Caballero

Eutanasia

La opinión del Vaticano sobre la legalización de la eutanasia me tiene sin cuidado. También la del mediático cura rugbier conocido como el Gordo Verde. Y no porque la Institución con sede en Roma o el sacerdote no merezcan mi respeto.

Por el contrario, sería de una soberbia mayúscula poner en duda las buenas intenciones de una entidad que lleva tantos siglos acompañando las inquietudes espirituales de la Humanidad, así como las de un muchacho noble que decidió consagrar su vida a ayudar al prójimo. Sus opiniones sobre el tema nada me aportan porque son hijas del dogma; de esas certezas de fondo que no dan espacio a la duda.

Francisco, el Papa argentino, declaró en 2020 que “la vida es sagrada y pertenece a Dios, no a la eutanasia y al suicidio asistido”. Tal planteo no es un argumento racional, sino una creencia, muy respetable, pero que no debe ser impuesta a quienes no la comparten.

La profundidad del tema que aquí nos reúne no puede ser discutido con creencias a modo de argumentos. Al contrario, aquí debe reinar la amplitud mental y la humildad que nos permita acercarnos lo más posible a la comprensión de cada caso individual, dudando de nuestras propias convicciones para poner en primer lugar la única visión sobre la eutanasia que debería importar: la que tiene aquel que se encuentra en la terrible situación de precisarla.

El gordo Verde contó que le tocó acompañar a su tío en una enfermedad terminal y que en un momento su tío le confesó: “Elijo toda la vida estar con mi familia y mis seres queridos, obviamente con los cuidados que te quitan el dolor, pero que nadie termine con mi vida”. Y éso es lo importante. La voluntad del tío. La cual, dicho sea de paso, tampoco debería serlo más que para su caso particular y único. Apenas para dirimir su situación y ninguna otra. A saber: lo que el tío del Gordo Verde, en su lecho de dolor, le dijo al Gordo Verde acerca de cómo quería terminar sus días, debería ser la sentencia de su caso. No así del caso de un amigo mío, que al contrario, inmovilizado del cuello para abajo como consecuencia de un accidente, sólo pedía que lo liberaran de lo que consideraba una tortura. Un joven que, postrado en una cama, no se resignaba a aceptar que otra persona, con todas sus facultades físicas en perfectas condiciones, se considerara habilitado por sus certezas, morales, para decidir sobre su suerte.

La visión del tío del Gordo Verde coincidía con la de su sobrino. Pero si no lo hubiera hecho, si el hombre, hastiado de sufrir dolor, hubiera opinado que lo mejor para él era partir, el joven sacerdote debió haberlo tomado como válido. Más allá de lo que le gritaran sus convicciones.

Saldado este punto, vendrán dos millones de consideraciones técnicas que por supuesto deben ser analizadas con infinita rigurosidad por especialistas. Pero nadie debería poner por delante de la decisión del involucrado, sus propias convicciones.

Hay quienes dicen que legalizar la eutanasia es legalizar el suicidio. Sin embargo el suicidio ya está legalizado por el mero hecho de que es imposible impedirlo. Mucho menos, penalizarlo. Y cada vez que el ser humano intentó torcer el rumbo natural de ciertas cuestiones de base, fracasó feo.

La Humanidad evoluciona muy rápido. Quizás un día, no muy lejano, lleguemos a comprender que la vida no es lo más importante, sino cómo uno la transita.

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