Pablo Da Silveira
Pablo Da Silveira

Racismo y estupidez

Si el propietario del hostel de Valizas que se negó a alojar a una pareja de israelíes hubiera invocado ideas nazis, la condena en este país hubiera sido unánime.

Pero, como se presentó como un defensor de la causa palestina, algunas voces en el oficialismo (incluido el intendente de Rocha) intentaron justificarlo. El argumento fue que no los rechazó por ser judíos, sino como forma de condena a las políticas del gobierno de Israel.

Apelar a esa distinción suena a cosmética argumental. Para verificarlo, alcanza con hacerse una pregunta: ¿la reacción hubiera sido la misma si se hubiera tratado de una pareja de árabes con ciudadanía israelí? Pero no solo la maniobra es curiosa, sino también el supuesto sobre el que está construida. Ese supuesto dice que, si fuera cierto que no hubo aquí ninguna motivación racista, no hay nada de malo en que un comerciante se niegue a prestar un servicio porque no le gusta el gobierno de los potenciales clientes.

Imaginemos por un momento un mundo que funcionara bajo esa regla. Los uruguayos que debieron emigrar en los años setenta no hubieran podido alojarse, ni comprar alimentos, ni conseguir trabajo casi en ningún lado, porque los comerciantes de otros países los hubieran rechazado como forma de condena a la dictadura uruguaya. Y durante los años del conflicto por Botnia, los uruguayos hubiéramos pasado hambre y frío en Argentina, porque en ese momento los simpatizantes K eran muchos y estaban muy enojados con nuestro gobierno.

Imaginemos ahora que los uruguayos aplicáramos esa regla entre nosotros. Solo podríamos comprar verdura allí donde el verdulero fuera de nuestro propio partido, y solo conseguiríamos trabajo de parte de empleadores que votaran lo mismo que nosotros. Cambiar de ideas o de fidelidades políticas sería extremadamente costoso, porque en el instante mismo en que lo hiciéramos tendríamos que cambiar toda nuestra estrategia de supervivencia. Y la vida sería terriblemente difícil para quienes defendieran ideas muy minoritarias. Por ejemplo, ¿quién alojaría, o le vendería comida, o le daría trabajo, a alguien que sostuviera que la religión ortodoxa griega debe convertirse en religión oficial del Estado uruguayo?

En realidad, no hace falta imaginar mucho. Más o menos así es como funcionaron las cosas en los países comunistas, y más o menos así es como funcionan en Cuba y Venezuela. Por eso fue siempre tan costoso identificarse públicamente como disidente.

Como todo sistema económico, el mercado tiene problemas. Pero tiene también grandes virtudes, y una de ellas es ser un ámbito despolitizado, donde puedo intentar resolver mis necesidades materiales sin tener que hipotecar mis opiniones políticas, religiosas o del tipo que sean. Si voy a alquilar una vivienda, pueden hacerme preguntas sobre mis ingresos o pueden pedirme una garantía, pero difícilmente quieran saber a quién voté en las últimas elecciones. Esa es una condición para que podamos ser libres, y eso explica por qué en el mundo no hay democracias sólidas sin economía de mercado. La idea de que la libertad política puede ir por un lado y la libertad económica por otro no tiene sustento empírico.

Alguien, con muchísimo esfuerzo, puede intentar creerse que la actitud del propietario del hostel de Valizas no fue un acto de racismo. Pero lo que es cien por ciento seguro es que fue una estupidez.

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