Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

Papá Noel y nosotros

Uno lo comprueba a simple vista: a los Reyes Magos los viene derrotando Papá Noel, sostenido por robustos planes de marketing que abarcan mes entero. Antes, se tiraba la casa por la ventana recién el 6 de enero.

Ahora, Reyes se nutre a gatas con cinco días rabones de publicidad volcada sobre bolsillos ya vaciados en Navidad.

No faltará quien le ponga números al tema. Pero más que las cifras, importa advertir que en ese trueque de primacías se desdibuja el origen del barbudo bueno que baja y sube chimeneas sin tiznarse y se pierde la profundidad de la leyenda que monta camellos sobre cielos y siglos.

Con ese cambio, se nos disuelven en dinero y regalos los mensajes que conlleva el mito, que siendo religioso vale e importa igual si se vive desde la fe o desde preguntas sin respuesta, si se camina firme sobre certezas o se trastabilla entre perplejidades.

La noche del 24 al 25 de diciembre se conmemora el nacimiento de Jesús, que para la cristiandad es Dios encarnado y salvador, que para el historicismo sociológico cambió la escala de valores al enseñar el monoteísmo con amor al prójimo y que para el uruguayo laico de hoy es tema espiritual librado a la intimidad pero no ausente.

Papá Noel es un personaje basado en la proverbial dadivosidad para con los niños del obispo griego San Nicolás de Mira o de Bari, que vivió allá por el siglo IV en Turquía y en Italia. Dominó las Navidades europeas hasta que, desde hace un par de siglos en los países anglosajones se mimetizó con Santa Claus, estadounidense de raíz holandesa. Papá Noel surge así del santoral, pero no de la Biblia.

En cambio, los Reyes protagonizan el Evangelio según San Mateo: “Al ver la estrella, los sabios se llenaron de alegría. Luego entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre. Y arrodillándose, lo adoraron. Abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra.” Según el relato bíblico, fue en condición de “sabios” que Melchor, Gaspar y Baltasar intuyeron, detrás de la modestia del pesebre, el destino del hombre que iba a cambiar la cuenta de los siglos.

En estas horas, por embriagarnos entre ofertas y tarjetas de crédito, perdemos los mensajes de la Navidad y de los Reyes Magos. Y nos perdemos de nosotros mismos hasta para el más rasante de nuestros intentos de volar. No es cuestión de fe o de distanciamiento laico. Es asunto de filosofía de vida. ¡Y eso vaya si nos hace falta!

En un Uruguay empeñado en maltratarse y no dialogar, erizado de miserias y agredido por las drogas, y en un mundo insultado por atrocidades, el balance nos impone preguntar a la conciencia o a Dios por qué hay tantos males que afligen al mundo.

Con este cuadro, la fiesta no puede reducirse a los regalos ni la oración puede ser solo de gratitud ni merece confinarse en una Iglesia enferma, necesitada de ventilación y resurgimiento.

Pero hay una fiesta imprescindible para todos: la de los propósitos abrazados por conversión espiritual.

En la lucha bruta de intereses, sectores y hasta géneros, el hombre se hará lobo del hombre y la humanidad obedecerá como el perro de Pavlov.

Pero si detrás de los textos sagrados y profanos recuperamos la libertad creadora y la razón sin apetitos, sentiremos que en estas fechas estamos llamados a celebrar la Vida que derrota a la muerte y a levantar la esperanza que vence a lo implacable, en abrazo a los que tenemos al lado y a los que ya no vemos.

Reportar error
Enviado
Error
Reportar error
Temas relacionados