Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

Una lección del Covid

Como toda desgracia, el Covid está dejándonos experiencia. Aclaremos: la experiencia no es la pandemia ni su cohorte de padecimientos: del aislamiento al luto, del distanciamiento forzoso a la carga de agendarnos, de las vedas al zoom.

Todo eso integra los hechos que acumulamos en la memoria reciente y que seguimos sumando en la actualidad. Pero la experiencia con el Covid no consiste en el cortejo de dolores, limitaciones y sufrimientos que nos deparó, sino en las evidencias, reflexiones y conceptos que sepamos extraer de este mal recodo de nuestra época.

Hemos aprendido mucho. Nos quedó a la vista cuánto vale tener pensamiento científico propio y cuánto sirve tener un gobierno que nos respetó como personas. Hicimos un ensayo de libertad responsable que nos deparó cifras comparativamente mejores que las de los demás países de la región: si fuéramos Chile, en el Uruguay tendríamos 7.000 muertos con Covid; si fuéramos la Argentina, rebasaríamos los 9.000; y si fuéramos Brasil pasaríamos de 10.000. En vez de eso nuestro total es 6.139, lo que no da para festejar ni enorgullecerse, pero sí nos exige enterarnos de haber enfrentado la desgracia con resultados respetables y relativamente exitosos.

El Covid ha sido cuestión de conciencia en muchos aspectos que aquí no cabe desarrollar. Detengámonos en uno, referido a un tema en el que acumulamos un enorme déficit: la imperatividad de las leyes y los reglamentos como sentimiento del deber hacia el prójimo. En menos palabras: la conciencia normativa, que se nos ha debilitado tanto en la actividad privada como en la función pública.

El gobierno no se plegó a extremismos. La ciudadanía respondió con postura unificadora de nación.

En este país donde hay una gran masa habituada a desobedecer las reglas, a esquivar la autoridad y refugiarse en un relativismo perezoso, en materia de Covid estamos por completar dos años de obediencia debida. Llevamos, sí, casi dos años de libertad solidaria y manejo responsable de la cercanía, la desinfección, los cupos y la mascarilla. Casi dos años sacrificando impulsos y costumbres, aceptando una limitación de la libertad de la que todos fuimos conscientes, hasta el punto que en esta larga temporada hemos reafirmado el valor de esa libertad que consentimos restringir en defensa personal y por causa de bien público.

Una campaña vigorosa en explicaciones, apoyada en la trágica constatación diaria de la mortandad, puso a nuestra inmensa mayoría a acatar. Con reservas íntimas y diferentes enfoques. Pero sin dividirnos por partidos ni anteponiendo bandos, apenas con una desafinada minoría de antivacunas similar a la que hay en todas partes.

Ante el alud pandémico, el Uruguay adoptó una postura propia. Sabiamente, el gobierno no se plegó a los extremismos que algunos proponían como panacea. Y la ciudadanía respondió con postura unificadora de nación, venciendo a la muerte a partir de su actitud.

La pregunta se impone: puesto que la vida nos ha dado la oportunidad de salir airosos ante tamaña adversidad, ¿no debemos capitalizar la experiencia y encarar la reforma de nuestras costumbres con el mismo ahínco que pusimos para reducir en lo posible la morbilidad del virus?

Demostrado con hechos cuánto arregla a un pueblo la aplicación ordenada de sus normas, demostrado con hechos el poder de las ideas claras y la voluntad firme, demostrado con hechos cuánto logra una nación capaz de unirse en la discrepancia, ¿no es un deber moral capitalizar esa lección de cultura, civismo y personalidad?

Preguntarlo es contestarlo.

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