Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

“La fuerza de las ideas”

Amenos de dos años de las internas, menudean las mediciones sobre precandidatos, definidos más por imagen que por diferencias en cuanto a proyecto de país.

Para el Partido Colorado -enjuto desde hace dos décadas, necesitado de salir de su caquexia-, más importante que los nombres echados al voleo es la rotundidad del último título de Julio M. Sanguinetti: “La fuerza de las ideas”. Vuelve a las raíces. Convoca.

Desbordando el anuncio de describir “la impronta del Estado Batllista en la identidad nacional”, pasa revista a las grandes ideas que se nos trasmutaron en modo de vida, desde Artigas, Varela, Batlle y Ordóñez y Luis Batlle Berres. No los visita como historia pasada. Los coloca palpitantes en nuestro hoy escaso de diálogo ciudadano y dolido de silenciamientos íntimos.

No es obra para reseña ni recensión. Afín o adversario, es para leerla con el espíritu abierto que nos enseñaron los grandes maestros del liberalismo de espíritu.

En verdad, proclamar hoy la fuerza de las ideas es declararse revolucionario, porque llamar a pensar no está de moda. En ese gran laboratorio político que es el Uruguay, hemos sufrido los extremismos fanáticos, que nos costaron guerra civil y dictadura. Hemos padecido desgastes y embates que han opacado el brillo inspirador de las instituciones democráticas. Por décadas, los materialismos de uno y otro signo nos instilaron la creencia determinista de que toda sociedad vive en guerra de clases, de generaciones, de sexos y de todo, ocultando que por encima de todas las oposiciones tenemos sentimientos, principios e ideales que apuntan al interés general y al bien común.

Salpicado todo ello por la cruza de relativismo, pereza mental y miedo a comprometerse, la vibración del ciudadano libre se mantiene en estado de hibernación o eclipse. Ante ese cuadro, es un acto de noble rebeldía afirmar radicalmente que las ideas son fuerza. Es llamarnos a restablecer la reflexión para ver claro y a cultivar la energía y la voluntad para levantarnos como nación. Es no solo apuntar a la sociedad: es rescatar a la persona, al ciudadano, al tipo.

Enfoques de esta índole merecen caer en tierra fértil, porque nos devuelven a la dimensión de la grandeza que necesitamos. Vivir no es ir tirando, ni en lo personal ni en lo público. El humanismo espiritualista nos torna, a todos, ciudadanos naturales de un mundo de virtudes y valores. Si de él aparecemos hoy caídos, no debemos resignarnos.

A la vista de las perplejidades y pobrezas que nos rodean, andando entre miserias callejeras que no realizan el ideal de ningún partido, si algo debemos hacer es recordar todo lo noble que nos dio aquel Uruguay que en los 14 años que corrieron de 1904 a 1918 supo reconciliarse y forjar una conciencia institucional que iba a rescatarnos hasta de las peores encrucijadas; y correlativamente, avergonzarnos de que, habiendo recuperado la libertad en 1985, estemos en 2022 -37 años después- enfrentados por el pasado en vez de hermanarnos para construir una nueva síntesis.

Como muy bien escribe el dos veces Presidente de la República, debemos “no resignarnos al ser vacío del posmodernismo, que con su nihilismo abre el ánimo para los populismos mesiánicos e irresponsables”.

Es que el Uruguay solo tiene identidad si encarna sus mejores principios. Y en eso, nos va el alma.

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