Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

¿Para cuándo?

Los derechos de la mujer tienen en el Uruguay muchos precedentes nobles. No pueden sepultarse para explotar consignas traídas de fuera.

Ya la Constitución de 1918 previó en su art. 11 “el reconocimiento del derecho de la mujer al voto activo y pasivo, en materia nacional o municipal”, condicionándolo a una ley a votarse por mayoría especial. La realidad es que la mujer votó desde 1938, hace 84 años.

La Constitución de 1934 en su art. 41 declaró que “La maternidad, cualquiera sea la condición o estado de la mujer, tiene derecho a la protección de la sociedad y a su asistencia en caso de desamparo”; y en su art. 65 le reconoció plenos derechos ciudadanos.

Desde 1946 -hace tres cuartos de siglo- la ley 10.783 consagró los Derechos Civiles de la mujer para manejar su patrimonio y, más importante aún, para compartir la patria potestad.

En el marco de un feminismo de compensación, enseñado por Vaz Ferreira, la mujer se abrió camino en todas las actividades. Desde los primeros titubeos de las hermanas Luisi a la actual pléyade de universitarias con alto destaque, el Uruguay ha hecho largo camino delantero.

Todo eso hay que recordarlo. No porque resuelva lo que tenemos pendiente de igualar en la vida pública y privada, sino porque debe darnos inspiración nacional para, por encima de izquierdas y derechas, abrir el corazón y la cabeza. De modo que mujeres y hombres veamos en el otro a un semejante y no a un adversario en conflicto por “brechas”, aprendiendo a compartir juntos lo muchísimo que tenemos en común en valores, angustias y sed de cambios.

La crispación de cierto feminismo con más consignas que ideas no nació en el Uruguay. Entró por imitación, colonialismo mental. Se copió de los figurines de la teoría sociológica del conflicto, que estimuló la dialéctica de opuestos, de modo que guerra de clases y, además, mujeres contra hombres, consumidores contra productores, jóvenes contra adultos, civiles contra policías, etcétera.

La teoría del conflicto coloca énfasis en las batallas de todos contra todos que en la armonía, el equilibrio y el consenso naturalmente deseados y buscados. Acentúa la confrontación. Se apoya lo mismo en tesis precristianas -el libro de Sun Tzu sobre el Arte de la Guerra, el choque de tesis y antítesis en Heráclito- que en autores modernos y contemporáneos, como Maquiavelo, Hobbes, Marx y Marcuse. Entre ellos, Georges Balandier, impulsor en la Sorbona de una sociología generativa que invita a descubrir los conflictos, “detectando las corrientes de cambio bajo las aguas muertas de la continuidad”.

Pues bien. Es una falacia gigantesca creer que el conflicto es la médula de todo y olvidar la interdependencia que intuyó Aristóteles, la cohesión y la solidaridad que enseñaron Duguit, Sorokin y nuestro Ganón Garayalde y la conducta de apego que Lorenz advirtió en monos y gansos. Y sobre todo: es un absurdo mayor negar que nacemos y crecemos por amor y con sed de amor, como enseña desde siempre cualquier madre que no tenga el alma embadurnada por doctrinas deletéreas.

Ante un femicidio -¡y sigue habiendo tantos!- y ante toda injusticia, la mujer y el hombre tenemos un sentimiento que es común, el repudio, y tenemos un deber también común: la rebeldía.

Las tragedias de nuestra comarca y del mundo son violaciones de principios que nos estrujan el alma por igual.

¿No es tiempo de advertir que nos falta doctrina de la persona y nos sobra doctrina del conflicto?

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