Ignacio De Posadas
Ignacio De Posadas

Naturaleza y Derecho

¿Qué tienen que ver? Y si tienen o no tienen, ¿a mí qué? Bicho raro el hombre: en el momento en que el mundo occidental vive su etapa de mayor relativismo, se ha lanzado a una suerte de apoteosis de los derechos individuales, con pretensiones absolutas.

¿Qué tienen que ver? Y si tienen o no tienen, ¿a mí qué? Bicho raro el hombre: en el momento en que el mundo occidental vive su etapa de mayor relativismo, se ha lanzado a una suerte de apoteosis de los derechos individuales, con pretensiones absolutas.

Por un lado, chau a los principios y premisas. Primero las teológicas, después las filosóficas (como, por ejemplo, aquellos que sostienen nuestra constitución y todavía son perceptibles en otras ramas del derecho, poco “modernizadas”). Para, por último, relativizar también la cultura. Al tiempo de sostener -y, cuando se puede, imponer- más y más absolutos. Con una característica: no por el lado del deber. Solo por el del derecho y, en general, el derecho individual. Así, del relativismo de la vida nos vamos al derecho de abortar; cuando un mismo acto carece de connotaciones políticas es un homicidio, si las tiene, se llama “delito de lesa humanidad” y queda abolido para él, el milenario instituto de la prescripción.

¿Por qué? ¿En qué se fundó? ¿Acaso en una metafísica del género humano? La unión, sacramental o jurídica, de un hombre y una mujer ya no es aquel compromiso apostando a una vida y a crear un núcleo humano que trasciende, completa y perpetúa a los cónyuges. Pero, al mismo tiempo se reclama como un derecho absoluto para seres humanos que no pueden cumplir con algunos de los requisitos básicos. Durante siglos, las señales de la naturaleza en cuanto al sexo de los animales era una evidencia dada. Ahora, para algunos de ellos, se sostiene que la esencia no está en esa realidad sino en la mente y la voluntad de las personas, estimulando a los jóvenes a “crear” su propia sexualidad, como mejor les parezca.

Y hay muchos ejemplos más.

Uno se pregunta entonces, si no hay realidades generales, objetivas, reconocibles como tales por la razón, en las que se fundan todos estos derechos “fuertes” (y otros más: ocupar empresas, forzar igualdades, impedir actividades libres…).

Al final, realidad termina siendo lo que yo creo (y reclamo), lo cual no sería lo peor: ¿y si es lo que otro cree y reclama? Lo bueno y lo malo, el derecho y el deber no tienen otro fundamento que la voluntad. ¿De quién? Del que tiene el poder, obviamente.

Ahí está el cangrejo: estas cosas no son meras elucubraciones filosóficas o jurídicas de viejos con tiempo ocioso. Porque no son neutras. Tienen consecuencias muy concretas sobre nuestras vidas y las de nuestros hijos y nietos. Si no existe una realidad objetiva básica, tanto referente al hombre como al mundo en el que vive, independiente de su voluntad y con características (y consecuencias) que reclaman su respeto, entonces estaremos a merced de la mente y voluntad de quienes tienen poder.

Esta realidad, muy expandida en el mundo occidental (y ni te digo en el paisito), suele estar acotada por la existencia de Constituciones, que ponen freno al voluntarismo de los gobernantes. Con la característica, de que esas Constituciones, heredadas del pasado, suelen responder a concepciones afines al Derecho Natural. Así ocurre aquí y por eso son cada vez más frecuentes las llamadas a abolir las limitaciones constitucionales o a inflar la Constitución con normas voluntaristas que nada tienen que hacer ahí. Pésima práctica que no se limita al Frente Amplio, aunque en esto es el campeón. No voté la baja de la edad de imputabilidad precisamente por eso: no es materia constitucional, ni es esta instrumento legítimo de la política.

No siempre fueron así las cosas: durante muchos siglos, el mundo occidental aceptó la evidencia de un orden natural, del cual se podía captar y formular un derecho natural, que si bien no agotaba todo el universo jurídico, era el fundamento y daba sentido y racionalidad al derecho positivo. A partir del medioevo, sobre todo con San Agustín y Santo Tomás, este orden filosófico fue absorbido por un orden teológico, cristiano. Quizás por eso, cuando el segundo fue combatido, con las reformas protestantes, al poco tiempo marchó también su base filosófica, a manos de pensadores que creyeron poseer el único y máximo valor universal: la mente ilustrada (la mía, claro, no la tuya). El derecho pasó a ser lo que la razón y la voluntad, con poder, determinaran que lo era. No más derecho que el positivo. Pero, andados los tiempos, el relativismo fue dejando en “orsay” estas concepciones, mostrando sus carencias y contradicciones.

Bicho curioso el ser humano: por un lado seguimos hablando, incluso a veces, hasta actuando, en términos de bien y mal, sin reflexionar en base a qué lo hacemos.

Cada vez son más los que intuyen que detrás del creciente deterioro que vivimos (inseguridad, violencia, corrupción, individualismo, pérdidas de respeto…) hay algo más profundo. Así, oímos hablar frecuentemente de “valores”, de su pérdida, de su necesaria incorporación a la educación. Pero todo eso es estéril, porque no captamos que primero debemos reflexionar acerca de los fundamentos. ¿Qué “valores” vamos a inventar si no sabemos por qué algo debe aceptarse como un valor?

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