Hugo Burel
Hugo Burel

Torres y pilotes

Tal vez muchos de los que están leyendo esta columna las recuerden: dos estructuras enfrentadas con perfil de “L” invertida que en 1963 fueron erigidas en el extremo este de la playa Malvín y en la isla de las Gaviotas, ubicada a 400 metros de la costa.

Eran torres de hormigón, de 20 metros de altura, a cuya parte superior se accedía por escaleras interiores para llegar al habitáculo de los pasajeros y a los extremos del cable que uniría esos puntos de la costa malvinense.

La iniciativa del proyecto fue de la Intendencia de Montevideo. Entonces no existía el cargo de intendente y la alcaldía era gobernada por el Consejo Departamental de Montevideo -órgano colegiado- que presidía Daniel Fernández Crespo, del Partido Nacional. La propuesta, que había sido iniciativa del Agrimensor Germán Barbato, intendente Colorado entre 1951 y 1954, preveía un parador en la isla con una vista privilegiada de esa parte de la ciudad. La obra completa, incluyendo las torres, la máquina del aerocarril y el vagón para 20 pasajeros con el correspondiente cable para sostenerlo, se licitó entre varias empresas constructoras y su costo se calculó en el entorno de los 50 mil dólares de la época, una bagatela si lo comparamos con lo que más adelante voy a referir.

La obra nunca se terminó y a lo largo de una década las torres formaron parte del paisaje costero malvinense hasta que en 1973 los militares, que ya estaban en el poder, las dinamitaron. Antes, habían servido para pintar en sus paredes propaganda política. El escritor Fernando Loustaunau las ha llamado el monumento a la frustración. Es muy generoso: en realidad fueron un canto a la inepcia, en especial porque se afirmaba que no estaban debidamente alineadas y enfrentadas para que funcionaran correctamente. Pero el motivo verdadero de su fracaso fue que no se calculó bien la altura de las torres por lo que al llegar a la mitad de su trayecto el aerocarril iba a quedar prácticamente sumergido el las aguas del Río de la Plata. La otra opción era tensar el cable que sostenía el habitáculo para los pasajeros a límites imposibles y arriesgar a que se rompiera.

¿A qué viene esta evocación? En parte se vincula a nuevos sueños costeros para Montevideo. Uno, el de la ya hundida en el maremoto de la incredulidad y la máquina de impedir, la isla artificial de 36 hectáreas con torres edilicias y puerto de yates. El otro, el proyecto de la terminal de ferris en el abandonado Dique Mauá -que también incluye torres- y ya cuenta con movilización de algunos vecinos de la rambla Sur que se oponen a la iniciativa. Hay otros que están a favor. Imagino que con el aerocarril de Malvín quizá pasó lo mismo, pese a lo cual aquellos adefesios de las torres fueron erigidos y quedaron una década en pie como testimonio de los sueños que no se cumplen. Es el riesgo de lo inacabado, de lo que no pudo terminarse. Lo mismo que hoy sucede con los 71 pilotes de la regasificadora Gas Sayago que afloran en el Río de la Plata. Solo que aquí el factor económico se eleva a cifras astronómicas en comparación con las torres del aerocarril.

La voladura y destrucción de las dos torres del aerocarril de Malvín no fue una tarea sencilla porque el ejército no tenía experiencia en ese tipo de demoliciones. Para el caso de los pilotes de la fallida gasificadora, el asunto es más complicado. Por empezar la tarea de quitarlos insumiría para quien la pague -todos nosotros- la suma de cinco millones de dólares, que se agregan a los 213 millones que el Estado -otra vez nosotros- ya perdió en ese proyecto fracasado.

¿Qué puede hacerse con 71 pilotes que miden 50 metros de altura y 40 centímetros de diámetro? Me ahorro el chiste obvio; solo puede procederse igual que con las torres del aerocarril inacabado: destruirlos, quitarlos del paisaje para que el olvido los trague hasta que las futuras generaciones no guarden su registro. ¿Cuántos recuerdan el perfil de la playa Malvín y la isla de las Gaviotas durante los 10 años que duraron aquellas torres adefésicas e inútiles? Las nuevas generaciones solo ven el vacío y el paisaje despejado, tanto en la rocosa punta este de la playa como en la pequeña isla que hoy es territorio protegido como reserva natural. Los jóvenes ignoran aquel fracaso, de la misma manera que, una vez quitados los 71 pilotes, aquella broma que el finado Zabalza le gastó al ingeniero Martínez a propósito del paisaje de la costa perderá gracia y sentido. Mientras Zabalza veía los pilotes asomar ominosos, el ingeniero solo distinguía las aguas marrones e idílicas del río en un mediodía de recorrida política. Un ejemplo perfecto de ceguera política.

Sin embargo, la distancia entre la punta este de Malvín, la isla de las Gaviotas y el conjunto de pilotes inútiles que aflora del agua no debe medirse solo en millas náuticas o en costos de supresión. Ambos emprendimientos tienen un factor en común: los errores de cálculo. En un caso, remitían a fallas en la ingeniería que impedían el funcionamiento del aerocarril. En el otro, el cálculo fallido estaba referido a la viabilidad de un proyecto millonario en dólares. Las conclusiones de una auditoría encargada por UTE revelaron que este era inviable desde el inicio y que ni siquiera contaba con un plan de negocios que clarificara su utilidad. Pese a esa circunstancia, el proyecto se impulsó de manera absurda y desaprensiva, no escatimando las pérdidas económicas que se acumularon.

Esta comparación entre el aerocarril y los pilotes de la regasificadora apunta también a algo más. Se trata de marcar cómo la inepcia, imprevisión o irresponsabilidad de los gobernantes, sin hablar de posibles costados poco claros para el caso de la gasificadora, puede expresarse de manera sólida y visible a extremos que su destrucción material es lo único que queda. Las patéticas torres del aerocarril estuvieron diez años gritando su error. ¿Cuánto tiempo estarán los 71 pilotes de la regasificadora, dificultando y poniendo en peligro la navegación en el río?

Mientras tanto, nuevos proyectos -como la isla artificial o la terminal de ferris- sobrevuelan la costa montevideana y despiertan esperanzas, optimismo, dudas y negativas poco fundamentadas. Acaso el fantasma de las torres del aerocarril o el ominoso mikado de pilotes gigantes y erectos asomando en la superficie del río sean una muda advertencia sobre el sentido de proyectos impulsados por incompetencia o soberbia política. Pero esos antecedentes no deben desalentar las iniciativas innovadoras y audaces, sean islas, puertos o todo aquello que implique una apuesta al futuro con inversiones y trabajo para los uruguayos.

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