Hugo Burel
Hugo Burel

La otra pandemia

Con los elocuentes números de contagios, cantidad de test, pacientes en el CTI y lamentablemente más muertes, este largo enero qué pasó ha devuelto a la Covid-19, a través de la variante Ómicron, al centro de los titulares informativos.

La multiplicación de casos se ha disparado a favor de la mayor capacidad de contagio de la nueva cepa. Todo ello contrasta con el talante aperturista que se instaló en el último tercio del año pasado y, pese a los hechos que acabo de describir, no habrá medidas porque, en un comentario casi tautológico del presidente, no tomar medidas es una medida.

Sin embargo, no es esa pandemia la que me preocupa en estos comentarios. El virus no ataca solo al organismo de los contagiados, sino que implica una amenaza permanente para quienes, sin estar infectados, extreman las precauciones para evitarlo. Las medidas exteriores del tapabocas, el lavado de manos y el distanciamiento social determinan una profilaxis exterior, pero poco se habla del daño interior que provoca la situación a nivel psicológico. El obligatorio período de cuarentena para quienes dan positivo en el hisopado no involucra solamente al contagiado, sino que altera su vida familiar y social. La imposibilidad de mantener relaciones normales en todos esos ámbitos han transformado el talante de las personas y mal que nos pese, las bases de la convivencia han cambiado.

Desde el simple hecho de no reconocer a alguien por la calle por que lleva tapaboca a la imposibilidad de celebrar un cumpleaños familiar sin temer sus consecuencias para la salud, todo lleva a pensar que las secuelas psicológicas de la pandemia han de ser más profundas y duraderas de lo que se piensa. Los que han sobrevivido al CTI lo atestiguan. Pero, paradójicamente, el avance científico que ha permitido desarrollar vacunas -todas en fase experimental- todavía no abunda en el relevamiento detallado de los daños psicológicos y de comportamiento que la pandemia ha provocado y provocará en el largo plazo.

El engañoso concepto de “nueva normalidad”, que con apresuramiento se instaló en los comienzos de la pandemia, para la mayoría se tradujo en un irresistible regreso a la “vieja normalidad”: abrazarse, estar cerca, viajar, compartir, salir, divertirse, disfrutar de la vida tal como era antes del virus. Como decía Alberto Sonsol: “la gente quiere vivir”. En muchos países, el péndulo osciló entre cerrar o abrir, pasar de la cuarentena obligatoria a la circulación irrestricta. Pero reconozcamos que no hay ninguna nación que pueda señalarse como ejemplo a seguir en este tema. A su vez, la desigualdad en el acceso a las vacunas marca una realidad que reproduce en ese tema las existentes a nivel de desarrollo económico y social. El caso de África es claro, con un bajo porcentaje de vacunados.

Muchos teóricos -en especial los que se adhieren a las teorías conspirativas- afirman que la pandemia ha sido el instrumento utilizado por determinados grupos que actúan desde la sombras para instalar el miedo en las sociedades. El miedo como instrumento de control social. Sin detenerme en dar o no crédito a esas especulaciones, es claro que el miedo circula tanto como el Covid-19. Pero no solo miedo al virus. También a las vacunas. Al semejante que contagia. Al que pasa al lado tuyo y estornuda. Al que vive en tu edificio y da positivo. Al que entra a un espacio colectivo sin tapaboca. Es tan perverso el accionar del virus que, en su comportamiento, genera un miedo que el film La naranja mecánica -que en enero cumplió medio siglo de estrenado- ya mostraba: el de los viejos frente a los jóvenes. Aquella metáfora distópica con la pandilla de muchachones inadaptados apaleando a un viejo vagabundo, se reproduce hoy en el disímil comportamiento de las personas ante la amenaza del virus según su edad. Si para los jóvenes puede ser solo un resfrío, para un adulto mayor con comorbilidades, es el pasaje al otro barrio. De alguna manera, los jóvenes pueden asumir el riesgo que los viejos no pueden afrontar.

La semántica de la pandemia convoca al aislamiento y el miedo al otro: burbuja, cuarentena, distancia social, cordón sanitario. Los gestos también: saludarse cerrando un puño no deja de ser un gesto agresivo. Temer al abrazo, a un extraño sin tapaboca, a que nos hablen a corta distancia. Esa es la verdadera “nueva normalidad” y el precio lo pagamos en un sordo resquemor hacia el otro.

A todo lo anterior se suma el riesgo de viajar y los inconvenientes de hacerlo: obligación de ser hisopados, catorce horas sentados en una cabina presurizada llevando máscara, controles para ir y para volver. No hay lugares seguros en el mundo y la difusión instantánea de noticias nos advierte día a día de los riesgos de ir a sitios disímiles pero igualmente peligrosos.

Hasta ahora, la pandemia se ha medido en cifras y porcentajes que abordan los aspectos biológicos y físicos. Poco se sabe, salvo el testimonio de quienes la han padecido o han sufrido la muerte de seres queridos, sobre el daño permanente que ocasiona en la masa, en la psicología de las sociedades y en el cambio que el miedo al contagio determina en sus hábitos. ¿Es posible cuantificar ese miedo?

Hace años leí un monumental estudio sobre nuestro constante diálogo con el temor y la amenaza. Esta excepcional obra es El miedo en Occidente, del historiador francés Jean Delumeau. El autor -fallecido en 2020- demuestra que no solo los individuos, sino también las colectividades e incluso las civilizaciones pueden estar atrapadas en un permanente diálogo con el miedo, y nos ofrece una sorprendente historia de Occidente desde el siglo XIV hasta el XVIII. Apoyándose en un vasto campo de observación -histórico, desde luego, pero también económico, sociológico, psicoanalítico, psicológico y antropológico- Delumeau traza el retrato de una sociedad traumatizada por la peste, las guerras, las disputas religiosas y la inseguridad permanente, y analiza la instrumentalización del terror, sobre todo porparte de la Iglesia. Este ensayo matiza la imagen a veces idealizada del Renacimiento y desvela la intimidad y las pesadillas de nuestro pasado, raíces de la necesidad de seguridad que caracteriza a la sociedad contemporánea.

Sería bueno que muchos analistas -en especial los más optimistas- leyeran esta obra para entender en donde estamos parados y cómo el miedo es la otra pandemia que padecemos y debemos entender y enfrentar.

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