Hugo Burel
Hugo Burel

Cuba y El Gatopardo

Uno de los hábitos de algunos compatriotas es la tendencia a mantener una sujeción obsesiva a mundos que ya no existen, perpetuando una ensoñación que hace que el pensar se vincule más con la fantasía que con lo real.

Eso los lleva a vivir enganchados en debates sobre lo que sea apreciando la realidad a través del tamiz ideológico y dogmático, con una mirada siempre hemipléjica.

En estos días hemos podido asistir a la declaraciones de connotados representantes de la izquierda sobre la situación que se vive en Cuba. Es evidente que para ellos, la idea de la isla y su revolución ha queda- do congelada en el tiempo y 62 años después de que esta triunfara, siguen aferrados a un mito que la realidad ha ido desmintiendo y devaluando.

Mientras el dictador Díaz-Canel arengaba a los defensores de la revolución a salir a las calles para enfrentar con violencia las protestas ciudadanas y acusaba a Washington de provocarlas, sus defensores vernáculos apelaban al bloqueo que todo lo explica y todo lo justifica. Un argumento tan gastado como simplista. Eso lo aderezaban con la consabida muletilla de la “autodeterminación”, ignorando el hecho central de que la revuelta cubana enfrenta a la dictadura más prolongada del continente.

Lo notable es que muchos de los que la defienden aquí ocupan bancas en el Parlamento y por tanto entienden y disfrutan de la reglas del juego democrático. Lo que no parecen entender es que la lucha por la libertad es siempre legítima y no distingue izquierda ni derecha.

Da la casualidad de que estos días he estado releyendo esa novela excepcional que se publicó hace 63 años en Italia: El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, nacido en Palermo en 1896. Esta única novela de Lampedusa, que le daría popularidad entre el público lector pese al esquivo interés inicial de las editoriales, se público un año después que el autor muriera en 1957 en una clínica de Roma. La novela y la revolución cubana tienen casi la misma edad.

Según los parámetros actuales se trata de una novela histórica -de alguna manera todas las novelas lo son- ambientada en el sur de Italia a comienzos de 1860. Cuando la obra aparece, los críticos de formación marxista (o gramsciana) condenaron su punto de vista aristocrático para analizar la unificación política de Italia tras el desembarco de Garibaldi en Marsala.

En cambio, los críticos de formación idealista (o crociana), reconocieron en la novela valores artísticos indudables. Entre los primeros, un siciliano y colega de Lampedusa, Leonardo Sciascia, criticó en El Gatopardo la idea de una Sicilia siempre igual (fuese árabe, aragonesa, española, borbónica o italiana), indiferente al decurso de las épocas y a las peculiaridades histórico-antropológicas. Algo que también ha sucedido en Cuba. A su vez Giorgio Berberi Squarotti, afiliado al segundo grupo, alabó la luz áspera, impiadosa de ironía, que nace de la claridad de una inteligencia a la búsqueda de razones e interpretaciones que explicaban el dolor y la ruina del hoy y las lecciones evidentes del ayer.

No importa hoy esa polémica, porque El Gatopardo ya integra el canon de la literatura italiana al punto de que una de sus ideas centrales, y por cierto no la más incisiva de todas, recaló en la ciencia política para definir ciertos cambios operados para que todo siga igual.

El adjetivo “gatopardesco”, que deriva de la novela y se aplica a los cambios que se producen para que nada cambie, la situación de Cuba lo ha cambiado de campo ideológico. Siempre se aplicó a las reformas que las élites conservadoras consentían para que los cambios verdaderos se postergaran. No ha sido otra cosa lo que ha padecido la isla, con retoques y modificaciones superficiales en su realidad política y social que solo han servido para perpetuar en el poder a la elite que gobierna Cuba.

Volviendo a El Gatopardo, de todos los personajes de la novela, el más lúcido sin dudas es el principal, el príncipe Fabrizio de Salina, aristócrata y terrateniente que asiste con mirada desencantada al fin de una época y al advenimiento de otra, llena de promesas de progreso y cataclismos sociales. En algún momento del final, Salina reflexiona sobre Sicilia y los sicilianos ante Chevalley, oscuro secretario del nuevo gobierno instalado y dice: “las novedades nos atraen solo cuando están muertas, incapaces de dar lugar a corrientes vitales; de ello el increíble fenómeno de la formación actual de mitos que serían venerables si fueran antiguos de verdad, pero que no son otra cosa que siniestras alternativas de encerrarse en un pasado que nos atrae solamente porque está muerto.”

El pasado que tanto condiciona y la deficiente percepción sobre cuáles ideas son realmente novedosas, ponen la reflexión de Salina en clave actual y demuestran su total vigencia. Un texto que tiene más de seis décadas de publicado y que revive sucesos muy anteriores a la época en que fue escrito, puede leerse hoy como una especie de artefacto óptico que permite ver nuestros días sin la urgencia de lo inmediato.

Hoy, los sucesos de Cuba nos aleccionan sobre una realidad en la cual el debate de ideas se rebaja a discusión de tribuna y el pensamiento discurre entre la oportunidad y la táctica. Los que se niegan a reconocer que la situación de Cuba es insostenible desde hace décadas, le dan la razón al príncipe Salina y se encierran en un pasado que “los atrae solamente porque está muerto”.

La tarea de pensar es, como siempre, peligrosa, porque como dijo Lacordaire pensar es moverse en el infinito. Pero se trata siempre de pensar y entrever, más allá del barullo del presente, un atisbo de lo que habrá de sucederle a las próximas generaciones. A las de Cuba y todas las que padecen totalitarismos.

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