Hebert Gatto
Hebert Gatto

Izquierda y oposición

Es presumible, que un observador imparcial de la política uruguaya admita que la Coalición Republicana está desarrollando una gestión exitosa.

En este sentido han opinado diferentes organismos internacionales comparándo sus resultados con la de los restantes países del continente, que salvo Colombia, obtuvieron desempeños significativamente menores. Ello no significa que este dictamen implique consenso. Sabido es que nuestro país está dividido en dos sectores: uno manifiesta apoyo y conformidad con el gobierno, el otro, decididamente contrario, afirma que nos deslizamos por una peligrosa pendiente que nos acerca a una desigualdad insoportable. Decidir responsablemente entre ambos enfoques, encontrar los hechos y las razones que permitan una opción bien fundada, es el reto básico que hoy enfrenta la ciudadanía nacional.

Quienes apoyan al gobierno señalan que el Uruguay estuvo sometido, como el resto de los países del mundo, a una inesperada pandemia que implicó una crisis total de la economía que redujo drasticamente el crecimiento o, lo que fue aún más común, generó una caida promedio del producto bruto mundial que osciló por encima del seis por ciento. Un fenómeno imprevisible que se manifestó en todas las naciones del globo y mató a decenas de millones de seres humanos. Esta inédita tragedia, peor en sus efectos que las dos guerras mundiales sigue vigente y aún cuando haya sido parcialmente contenida constituyó un fenómeno global que caló profundamente en la confianza en el futuro de la humanidad y en la capacidad de la especie para combatirla. Pero además en el plano material supuso, un desesperado esfuerzo para contenerla que incidió de manera diferente en los diferentes sectores de la economía y como natural consecuencia en los regímenes salariales correspondientes. Sin olvidar que al unísono, cuando la enfermedad ni siquiera había sido erradica la humanidad sufrió una nueva tragedia: la guerra de Ucrania, un suceso que ha golpeado con una incontenible inflación todas las economias del mundo y sobre cuyas consecuencias, amenaza atómica incluida, no es necesario abundar.

Quienes, en el Uruguay, sin considerar o desdeñando la importancia de estos sucesos globales combaten la gestión del gobierno, desconocen el hecho que el producto, luego de su abrupta caida, se revirtió en el 2021 mientras actualmente exhibe un crecimiento mayor al 5%, que para un pequeño país como el nuestro resulta hazañoso. Un logro que por supuesto no es solo del gobierno, pero que supuso en el mismo una sensibilidad y capacidad de conducción realmente destacable. En tales condiciones caídas y recuperaciones conllevan inevitables desigualdades sectoriales. Es cierto por ello, como se proclama, que existen sectores cuyos ingresos salariales han caído en el período entre un 2% y un 4%, pero esa merma, que el gobierno se empeña en reparar, afecta tanto a los propietarios de los medios de producción como a sus trabajadores. Sin que a estos últimos nadie prometa compensarlos. Los dirigentes sindicales, uno de los frentes más duros en la lucha con patrones y gobierno, se han permitido denunciar que ante la crisis el gobierno proteje al capital y no al trabajo. La apreciación, repetida en sus discursos como decisiva, merece comentarse en la medida que revela el sentido último de la oposición gremial, pero también desvela el fundamento de la actual oposición política.

En un régimen capitalista como el que su ciudadanía ha escogido para un país gravemente afectado por una emergencia, su gobierno además de asistir a los directamente dañados, debe proteger su infraestructura económica previniendo su derrumbe total. ¿Como lo hace, con que tipo de ayuda, en qué período de tiempo y a que sectores prioriza para ello, es un tema que debate la ciencia de la economía? Lo que no discute es que debe hacerlo. Solo se oponen al salvataje quienes asumen que el capitalismo como modelo es el culpable de esta situación. Un sector que sigue creyendo, aún cuando solo lo diga en voz baja, que se trata de una formación económica explotadora que inevitablemente entrará en crisis (por la lucha de clases, la caída de la tasa de ganancias, la contradicción entre fuerzas y relaciones de producción, etc.) por lo que no existe razón para prolongar su vigencia. De allí el perfil nihilista de su oposición. Como si la historia, que ha doblegado una y otra vez todo intento de socializar la economía, no hubiera tenido lugar. No rechazan el cambio por las naturaleza de las medidas a adoptar o por su insuficiencia, se niegan a admitirlo por razones ideológicas, son intervenciones que para ellos prolongan la iniquidad, dificultando el ingreso de las lógicas históricas que conducen al socialismo. Un sueño del que no despiertan.

Por más que negar la evidencia profetizando sismos estructurales imaginarios -la cacareada crisis final del capitalismo-, u inexistentes oposiciones entre clases, supone costos que han debilitado el núcleo central de su ideología, ya dañada por la implosión de la URSS. Tan mermada que sus seguidores ya no la promueven públicamente, ni la destacan en sus programas, sólo la conservan como supuesto implícito de su identidad. Pero de allí también, la notoria contradicción entre su discurso opositor y su práctica política efectiva. Resultan mucho más radicales en la oposición, donde facilmente pueden desentenderse de su prédica negativista, que cuando, por ocupar el gobierno, deben concretarla en hechos. Cuando gobiernan, como aquí lo hicieron durante quince años, continúan apegada a una política económica mercantil ortodoxa apenas retocada, cuidadosa de los equilibros macroeconómicos, sin apagar ninguno de sus motores capitalistas ni descolocar a los inversores, todos ellos burgueses integrales, de preferencia extranjeros. Que vengan de donde sea, pero que vengan. Sin nada que los perturbe. Cuando no lo hacen, cuando pretenden ser consecuentes con sus diluidos arcaismos, terminan como Venezuela, Cuba o Nicaragua. O fracasan como gobierno o mienten como oposición, ¿no será hora que revisen su doctrina? Que digan claro y fuerte a que modelo social nos conducen. Que asuman que el mundo cambió y sus utópicos libretos terminaron.

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