Gina Montaner
Gina Montaner

Un valle de lágrimas

La temporada de aguaceros plomizos en el Sur de la Florida contribuye aún más al desánimo. Desde el derrumbe de la torre Sur del edificio Champlain, en Surfside, los días grises son más sombríos si cabe.

Ante tragedias de estas dimensiones es poco lo que se puede decir más allá de la solidaridad con los que sufren un dolor insondable por la pérdida de sus seres queridos. Sin duda, son momentos en los que la incansable labor de los equipos de rescatistas del condado Miami-Dade se coloca en un primer plano. En la vastedad de la destrucción, pasan largas jornadas sobre la montaña de escombros en busca de señales de vida. O al menos el triste hallazgo de restos que encierran las historias de familias enteras.

Encima del amasijo de concreto y hierro los propios rescatistas avanzan en la cuerda floja del barrizal y la lluvia. Uno de ellos confiesa que en los instantes más duros envía mensajes de texto a sus hijos por si el destino también le jugara una mala pasada. Margarita Castro, con seis años de experiencia, le declara a mi colega Ana Cuervo que en medio de la frenética búsqueda ha tenido que detenerse embargada por sacudidas de profunda emoción. Un manto de desconsuelo se ha posado sobre la comunidad costera.

Días infinitos en los que los testimonios de las familias de víctimas y desaparecidos son rosarios de evocaciones y homenajes a quienes de la noche a la mañana no volvieron a ver. Padres, abuelos, hijos, parejas, amigos que se desvanecieron en la nube negra de un mal sueño. Despertar con una ausencia inexplicable. Aprender a vivir con una herida que no cierra. Aceptar lo inimaginable.

Todos los que tienen un ser querido desaparecido en el derrumbe nos han conmovido con sus palabras. Me han impresionado sobremanera los padres de Ilan Naibryf, un joven universitario con un prometedor futuro. Con una entereza admirable, desde el principio han comprendido la magnitud de la catástrofe y cada una de sus declaraciones es un canto a la luz que emana su amado hijo. Levantarse cada amanecer con un dolor tan hondo como todos los océanos juntos.

Recordamos a quienes hemos querido y seguiremos amando hasta el final aunque ya no están en este valle de lágrimas, como describió el poeta medieval Jorge Manrique la vida terrenal en su elegía por la muerte de su padre. Los llevamos prendidos al corazón como una llama eterna que no da calor para no desfallecer de tristeza. Rememorarlos es el antídoto contra el olvido que nunca será.

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