Diego Fischer
Diego Fischer

Dolor y vergüenza ajena

Caminar por la Ciudad Vieja en horario de oficina, resulta una experiencia triste y descorazonadora. Confieso que hacía mucho tiempo que no andaba por las calles Cerrito, 25 de Mayo, Zabala, etc.

Todos sabemos que hay un antes y un después de la pandemia del Covid 19 y que una de sus consecuencias ha sido la irrupción del teletrabajo y por ende el cambio de hábitos y costumbres. También fruto de esta peste y de un creciente proceso de transformación en el sistema financiero, la concurrencia a los bancos se ha reducido notoriamente.

El público que camina a plena luz del día por el casco antiguo de la ciudad es cada vez menor, tal vez se haya reducido en un 50 por ciento o más con relación a lo que sucedía tres o cuatro años atrás. A la falta de gente se le suma el abandono de edificios importantes como la antigua sede del Lloyds Bank en la esquina de Cerrito y Zabala, que hoy se muestra tapiado. Haciendo cruz con este local se encuentra la soberbia Casa Central del Banco de la República, cuyas fachadas vienen -desde hace meses- siendo sometidas a limpieza y restauración. ¡Enhorabuena! Otro cantar es la pésima atención que el BROU brinda al público que osa ir en persona a sus oficinas centrales, que han quedado reducidas a una mínima expresión y a las que se ingresa por la calle Piedras. Pretender abrir una caja de ahorros, trámite que no puede hacerse online, puede resultar una experiencia surrealista en la que el potencial cliente deberá armarse de paciencia, mucha paciencia e invertir entre tres a cuatro horas. Pero esa es otra historia, o es también parte de la historia que viene convirtiendo a la Ciudad Vieja en una zona semidesierta y olvidada.

El descenso de público ha llevado al cierre de comercios y otros parecen sobrevivir con enorme esfuerzo y tesón. Esto se hace notorio por 25 de Mayo, donde hasta 2019 y a lo largo de un siglo y catorce años brilló la joyería Freccero (la empresa fue creada en 1868 y se mudó a 25 de Mayo 563 en 1905). A una cuadra de allí, un edificio de la década de 1920 habitado, tal vez, por intrusos, exhibe sus balcones de hierro forjado (seguramente fruto del trabajo de un artesano de aquellos tiempos) llenos de tenderos de ropa. Qué decir de lo que fue su espléndido portal y su hall de ingreso del que emanan olores nauseabundos y agua permanentemente.

El panorama no es mejor si se enfila rumbo al Mercado del Puerto, ya sea por Piedras y la propia Sarandí que, más allá de Zabala, luce tan empobrecida y abandonada como el resto del barrio.

La Plaza Matriz, es decir la Plaza Mayor de la capital, que atesora en su entorno a los edificios más antiguos y emblemáticos de Montevideo como la Catedral y el Cabildo, sigue tomada por vendedores de baratijas y su fuente muestra la mutilación y las heridas que le infligen permanentemente los vándalos.

Montevideo toda duele. Es una ciudad abandonada por sus autoridades hace décadas y malquerida por muchos de sus habitantes. También genera vergüenza ajena. La semana pasada eran varios los turistas europeos que caminaban por la calle Sarandí. ¿Qué pensarán cuando ven la decadencia y el estado en que luce el barrio donde nació la ciudad? El paisaje es descorazonador a plena luz del día, y se transforma en una peligrosa pesadilla por las noches. Solo los que habitan allí saben cómo el casco histórico se convierte en una zona dejada a la buena de Dios cuando cae el sol. ¿Las autoridades harán algo algún día?

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