Claudio Fantini
Claudio Fantini

Esta vez, corrió sangre de niños

Cuando los cuerpos acribillados se enfrían en sus tumbas, el debate se disipa en el aire, igual que el humo de los disparos que causaron la masacre. La historia se repite de idéntica manera. El dolor, el espanto y la lógica jamás pueden torcerle el brazo a los lobbies de las armas.

Primero, la razón grita horrorizada contra el demencial acceso masivo a los fusiles de repetición y lo señala como causa principal de la modalidad de violencia que padece Estados Unidos. Como respuesta vuelven a escucharse propuestas delirantes; por ejemplo, armar a los maestros para que puedan defender a balazos a sus alumnos si entra un atacante a la escuela. Y a renglón seguido, el debate sobre la Segunda Enmienda de la Constitución y la historia que sustenta el derecho de la población a portar armas.

Desfilan entonces argumentos históricos: que fue con sus propias armas que los colonos pudieron defenderse de la corona británica que los expoliaba con impuestos. Y que más tarde, en el siglo XIX, el Estado norteamericano le dio armas a los colonos a los que otorgaba títulos de propiedad de tierras en territorios indígenas para cultivar y criar ganado. Fue con revólveres Colt y fusiles Winchester en manos de colonos que Estados Unidos se expandió hacia el lejano oeste, combatiendo a los apaches, comanches, cherokees, siouxs y otros pueblos nativos. Cada tanto, el ejército llegaba para ayudarlos, pero los vaqueros conquistaron territorios indígenas empuñando sus propias armas. Lo que nunca dicen los poderosos lobbies armamentistas, como la Sociedad Nacional del Rifle (NRA), es que la Segunda Enmienda de la Constitución no es un derecho ilimitado. A esta altura, resulta absurdo interpretar que en virtud de esa ley debe ser irrestricto el acceso a las armas de guerra.

La gravitación sobre las leyes que tienen los lobbies armamentistas es tan grande, que hasta existe el desopilante derecho a protestar en espacios públicos portando armas de guerra. Se vio hace dos años, cuando hombres armados ocuparon el Capitolio de Lansing, la capital de Michigan, para protestar contra la política sanitaria de la gobernadora demócrata Gretchen Whitmer.

Una cosa es el derecho a poseer una pistola, un rifle o una escopeta, y otra diferente es el derecho a poseer fusiles de asalto. Con una pistola no se puede cometer una masacre. Las matanzas se pueden perpetrar si se utilizan fusiles de repetición. El joven que masacró niños en Texas gatilló un AR-15, que es la versión urbana de los fusiles de asalto M-16 y M-4.

Está claro el peso que tienen las armas en la historia de los Estados Unidos. Samuel Colt y Oliver Winchester, además de Horace Smith y Daniel Wesson, entre otros, figuran entre los inventores convertidos en industriales que influyeron en la geografía y la economía norteamericanas. Pero la defensa del armamentismo en una sociedad que produce un tipo de violencia sin equivalentes en el mundo, hace tiempo que no tiene que ver con la historia, sino con los intereses de una industria que muestra un formidable poderío a través de sus lobbies.

El debate viene desde la década del setenta, cuando empezó a producirse el flagelo de las masacres. Por entonces, tenía que ver con los traumas y demencias causados por la guerra de Vietnam en miles de combatientes.

Pero en las siguientes décadas, el flagelo de los psicópatas que entran en trance exterminador y gatillan a mansalva empezó a mostrar motivaciones de otro tipo, como el racismo, la xenofobia y una variedad de traumas. Lo que se repite es la canalización de patologías a través de las masacres.

La violencia está en todo el mundo. México, por ejemplo, padece desde hace décadas de niveles estremecedores de violencia. La explicación está a la vista: el narcotráfico y otras mafias en una sociedad con Estado carcomido de corrupción. En cambio en el caso norteamericano, hay una razón más extraña y oscura. Psicópatas hay en todos lados, pero sólo en Estados Unidos han convertido a las masacres sin sentido en un rasgo social.

No es el único país en el que hay armas de guerra en todos los hogares, aunque es el único en el que pueden acumularse sin límite. En los países que tienen modalidad de “ejército popular” también hay fusiles de asalto en cada casa. Pero Estados Unidos es el único donde ese tipo de violencia es una constante. Siempre que se produce una masacre sin sentido, está claro que habrá otras posteriores. Y la explicación no está sólo en la accesibilidad al armamento de guerra.

Además de lo fácil que es acceder a la posesión de fusiles de asalto y de la debilidad de los políticos ante los lobbies de las armas y sus escuderos conservadores en el Capitolio, parece haber una patología propia de la sociedad norteamericana. El imperativo es descubrirla y enfrentarla.

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