Claudio Fantini
Claudio Fantini

El príncipe que brilla detrás del rey opaco

La sombra de Talal bin Abdalá recorre las islas británicas. Aquel príncipe del entonces llamado Emirato de Transjordania heredó en 1951 el trono cuando su padre, el rey Adbdalá bin Hussein, murió con una bala en la cabeza en la mezquita Al Aqsa.

Pero el nuevo rey era considerado inadecuado para encabezar el reino hachemita. Algunos decían que le faltaba inteligencia y otros que le faltaba cordura. El hecho es que, a poco de sentarse en el trono, tuvo que levantarse para que lo ocupe su hijo, Hussein bin Talal, quien sólo tenía 16 años y, a partir de ese momento, reinó en Jordania durante casi medio siglo con astucia, inteligencia y valentía.

Igual que aquellos jeques beduinos, habrá miembros de Westminster y de la clase dirigente británica pensando que lo mejor para el Reino Unido es que el cetro que acaba de recibir Carlos III pase lo antes posible al nuevo Príncipe de Gales.

El discreto encanto de Isabel II ya no ocupa lo aposentos del Palacio Buckingham. En su lugar, ahora hay un rey y una reina consorte que habían sido “los malos de la película” en el drama que protagonizó Diana Spencer y que tanto impacto tuvo en la Casa Windsor.

Los británicos estaban embelesados con Lady Di. Ese embelesamiento se transformó en rencor hacia Carlos y su amante, Camila Parker Bowles, cuando Diana se hundió en una tristeza claramente visible porque la destrataba su frío y distante marido.

Los “villanos” de aquel melodrama en el que la bella sufriente moría en un accidente automovilístico, son quienes se convirtieron en reyes por la muerte de Isabel II. A eso se suma las dudas que mucha gente tiene respecto a que el nuevo monarca posea el temple y el equilibrio psicológico y emocional que caracterizaron a su abuelo Jorge VI y a su recién fallecida madre.

Cuando el clima emocional de los funerales haya pasado, el rey deberá valerse por sí mismo para conquistar la legitimidad que hoy le da la sobria y apreciada imagen de Isabel II. Desde el momento en que el clima funerario de disuelva como la niebla londinense, la atención empezará a concentrarse en el presente. Y el presente tiene en el trono a un hombre en cuya imagen pocos quieren verse reflejados.

El niño tímido y taciturno que está en el pasado remoto de Carlos III no afecta negativamente su imagen. Pero si la afecta, además de la desventura de Lady Di, el tiempo en que los sirvientes tenían que padecer sus insoportables caprichos aristocráticos. Lo que describieron ex empleados del por entonces príncipe de Gales, parece mostrar síntomas de un tipo de Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) con rasgos de supremacismo social. Como si fuese indigno tocar los objetos que rodean a las personas en la vida cotidiana y, por lo tanto, en su lugar, debían tocarlos los empleados de la familia real.

Esas taras antipáticas se percibieron también en su desaprensivo trato hacia la madre de sus hijos y, posiblemente, irán apareciendo de ahora en más como un goteo que horadará una imagen que tiene más opacidades que brillos.

Carlos III es un rey opaco que no puede eclipsar a un príncipe que brilla: su primogénito, William Arthur Philip Louis.

También Camila Parker Bowles, la reina consorte, tiene una pátina de opacidad que resulta eclipsada por la espléndida Kate Midletton.

No falta mucho para que el nacionalismo escocés quiera que Escocia deje de tener como jefe de Estado al rey inglés. Con la reina que amaba recorrer en su Land Rover las colinas y valles de Balmoral, estaban dispuestos a mantenerla como símbolo del estado escocés aún saliéndose del Reino Unido. Pero no tendrán esa disposición con Carlos III.

La opacidad del nuevo rey también acrecentará el republicanismo en los países de la Commonwealth.

En las democracias, los reyes representan el Estado y simbolizan la nación. Por eso, los reyes y reinas deben poseer una conducta, un carisma y una personalidad que irradien valores en los cuales la sociedad quiera verse reflejada.

Por cierto, se trata de una identificación que puede ser superflua, incluso errónea, pero sin ella la sociedad se limita a soportar al monarca y éste pierde su capacidad de cumplir la función de estabilizador institucional, el rol más concreto que tienen los reyes y las reinas en las monarquías parlamentarias.

Otro rol de quienes tienen corona es lucir bien en la “marca país”, y la dirigencia británica no tardará en dimensionar cuanto más atractiva resulta la imagen del príncipe y la princesa de Gales, que la del rey y la reina consorte.

Si la corona británica tarda demasiado en pasar del rey opaco al príncipe que brilla, esa monarquía se convertirá en lo que tan lúcidamente describió Sabina: “un déficit democrático que se sufre por herencia”.

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