Claudio Fantini
Claudio Fantini

Pasado imperfecto

El resultado de la elección en Italia no parece la culminación de un proceso que ha ido madurando en la sociedad, junto a la construcción política de un partido de masas identificado con valores ultranacionalistas y ultraconservadores por parte de los herederos de Mussolini.

El partido neofascista que logró ser el más votado, con el 26 por ciento de los sufragios, hace sólo cuatro años obtuvo un insignificante cuatro por ciento en las urnas. Por lo tanto, lo que se produjo fue un movimiento de carácter espasmódico, síntoma del descreimiento hacia la dirigencia política y de la mediocridad de los líderes de los partidos de centro.

Giorgia Meloni ha mostrado inteligencia, astucia y capacidad oratoria, pero su mayor acierto estratégico fue negarse a integrar un gobierno de unidad, algo necesario ante la excepcionalidad de la pandemia y sus devastadores efectos económicos, a los que se sumó la invasión rusa a Ucrania. ¿Por qué la benefició un gesto tan mezquino frente a semejante emergencia? Porque los partidos que se sumaron al gobierno de unidad se dedicaron a atacarse y sabotearse.

El prestigioso Mario Draghi encabezó esa gestión. Los que esperaban milagros del lúcido economista, se defraudaron. Pero no fue Draghi quien falló, sino los dirigentes abocados a trifulcas que carcomían la gestión gubernamental desde adentro.

Un espectáculo deplorable que exponía crudamente la decadencia de la clase política, incluidos los partidos asociados con Meloni.

El mérito de la dama rubia del neofascismo no fue dar la espalda a un gobierno de unidad que era necesario. Lo que tuvo es la astucia de no estar en el escenario en el que lo único serio fue el primer ministro, porque el resto fue una pandilla de patanes peleando por tajadas de poder.

La Liga y Forza Italia, los partidos de Matteo Salvini y Silvio Berlusconi, sufrieron una sangría de votos por haber jugado ese partido bochornoso plagado de codazos y patadas, sin haber siquiera intentado ayudar al primer ministro a poner orden en el caos. Esos votos fueron derechito a Hermanos de Italia, el partido neofascista que también se benefició de la incapacidad de Enrico Letta para entenderse con el irresponsable Giuseppe Conte y con el veleidoso Matteo Renzi, para presentar al centro del espectro político como una opción atractiva.

Esas incapacidades dejaron al Partido Democrático de Letta por debajo del simbólicamente importante 20 por ciento, derribando también el Movimiento 5 Estrellas a la mitad de sus votos (aunque sacó más de lo que merecía Giuseppe Conte, autor de la zancadilla que derribó a Draghi) y dejando en la insignificancia a Italia Viva, el partido del ex alcalde de Florencia y ex primer ministro Matteo Renzi.

Ese coctel de mezquindad, medianía y decadencia diezmó al centro, la centroderecha y la centroizquierda, abriéndole el camino a un partido que desciende de la neofascista Alianza Nacional y, por ende, del Movimiento Social Italiano (MSI) creado en 1946 por Giorgio Almirante y otros discípulos de Mussolini.

El árbol genealógico del partido de Meloni no implica que los italianos hayan votado fascismo ni que el país esté en riesgo de engendrar un régimen que, como el de Mussolini, reemplace la democracia liberal por un sistema corporativista, prohíba los partidos políticos, persiga a la disidencia, imponga leyes racistas y se aventure en guerras imperiales.

Nada eso figura en los planes de la próxima primera ministra. Pero en su historial tampoco figura una revisión crítica como la que hizo el ex neofascista Gianfranco Fini al virar hacia el centrismo liberal.

El ex ministro de Relaciones Exteriores pasó de elogiar al duce a repudiar su legislación racial y la violencia política de los “Fasci di combattimento” y de los “camisas negras”.

Los mejores dirigentes que provienen del marxismo-leninismo pro-soviético o maoísta son aquellos que hicieron públicamente una revisión crítica repudiando los crímenes de los totalitarismos ruso y chino. Del mismo modo, la redención del neofascismo pasa por el repudio público a la faz totalitaria y criminal que caracterizó al régimen de Mussolini.

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