Claudio Fantini
Claudio Fantini

Argentina y sus abismos

Al filo de la medianoche, Alberto Fernández le habló en un tono adecuado al país que quedó asomado a un abismo, pero señalando la infección de violencia verbal y gestual sólo en un borde de la grieta, como si en el borde opuesto no hubiese también artillería cargada de aborrecimiento por “el otro”

El momento reclamaba una postal como la de Alfonsín con Antonio Cafiero en la Casa Rosada en aquella pascua ensombrecida por la rebelión carapintada, pero el presidente prefirió aparecer solo y apuntar el reproche a una sola vereda.

Algunos continuaban disparando insultos y anatemas desde ambos bordes de la grieta, o interpretando el escalofriante acontecimiento de modo funcional a la exacerbación propia, en momentos en que lo necesario era entender que la crítica y los cuestionamientos son imprescindibles en la democracia, pero deben transitar por la vías de la argumentación y la explicación, no a través de insultos y descalificaciones.

En una vereda, había informadores y dirigentes que mostraban “listas negras” de personas a las que podrían convertir en blanco de “vengadores” y fanáticos, y en la otra no todos imitaron la reacción positiva de Mauricio Macri y otros dirigentes de la primera línea opositora repudiando lo acontecido.

Esas reacciones resultaban redentoras para la dirigencia política y los formadores de opinión.

Como una luz en la oscuridad del país en el que unos hablan de “montaje” para victimizarse, mientras otros señalan la paja en el ojo ajeno como si no existiera la viga en el propio, la escritora Claudia Piñeiro escribía en las redes, con lucidez y honestidad intelectual, que “deberíamos reflexionar cada uno y cada una acerca de si, con alguna actitud fomentamos el odio, aún sin pretenderlo, y modificar eso”.

Algunas luces y muchas sombras en la Argentina oscurecida, a pesar de que la historia explica con elocuencia que los magnicidios pueden detonar devastaciones y el ejemplo más claro es el asesinato en Sarajevo del archiduque austro-húngaro Francisco Fernando, generando el Big Bag que desembocó en la Primera Guerra Mundial.

Si la pistola situada a pocos centímetros del rostro de la vicepresidenta argentina hubiera disparado la bala que no llegó a la recámara, el país se hubiera hundido durante décadas en la violencia política que hace correr ríos de sangre.

La historia muestra también que los intentos de magnicidio favorecen lo que el aspirante a magnicida intenta destruir. Quien envenenó al líder anti-ruso Viktor Yushenko multiplicó el caudal de votos que lo convirtió en presidente de Ucrania en el 2005. Del mismo modo, el lunático que apuñaló a Jair Bolsonaro en un acto electoral realizado en Minas Gerais, hizo que el líder ultraderechista perdiera sangre pero ganara montañas de votos para llegar a la presidencia de Brasil.

El fallido magnicida de Recoleta le hizo un favor político inmenso a la persona que aborrece de manera criminal: Cristina Kirchner. Ser la víctima de un intento de asesinato la envuelve en solidaridad social en un momento en el que necesita precisamente eso.

¿Qué se vea favorecida políticamente por un atentado en el que no derramó sangre como Jair Bolsonaro ni se le haya deformado el rostro como al líder ucraniano de la Revolución Naranja, justifica sospechar de inmediato, como hicieron algunos, que todo fue un montaje para beneficiar a Cristina? No. Esa es una afirmación que sólo exhibe irresponsabilidad y negligencia si es pronunciada cuando aún no puede haber certeza de nada y sólo se justifica reflexionar sobre lo evidentemente necesario: evitar que la sociedad convierta “la grieta” en un campo de batalla donde corran ríos de sangre.

Ocurre que la historia está plagada de ejemplos que prueban que las palabras pueden convertirse en balas o puñales. Los discursos de Benjamín Netanyahu en los años ´90 acusando a Yitzhak Rabin de “traicionar a Israel”, primero se convirtieron en pancartas con la foto-montaje que mostraba al primer ministro con la kefia de Yasser Arafat. Y después se convirtieron en las balas que disparó Yigal Amir en Tel Aviv contra aquel líder laborista.

Los discursos de Trump describiendo una “invasión” de mexicanos a los Estados Unidos y acusando a esos “invasores” de ser “ladrones, asesinos y violadores”, se convirtieron en las balas que disparó a mansalva el joven racista que masacró en el 2019 personas inermes en la frontera de Texas con México.

Los argentinos llevan años naturalizando una retórica de desprecio político y social. Los discursos cargados de adjetivos de grueso calibre para destruir la imagen del “enemigo” político, llevan tiempo siendo el modum operandi de dirigentes y formadores de opinión.

En el escenario político y en la dimensión mediática, la retórica está contaminada de aborrecimiento al “otro”. Los insultos y anatemas se convirtieron en la regla y demasiada gente premia el mensaje exacerbado con respaldo en las encuestas y altas puntuación de rating.

Los pocos centímetros entre la pistola magnicida y el rostro de la vicepresidenta argentina, muestra la distancia entre la violencia verbal y la violencia política que hace correr ríos de sangre.

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