Ana Ribeiro
Ana Ribeiro

La expulsión de los jesuitas

Las jornadas dedicadas al Patrimonio, con su largo inventario de bienes tangibles e intangibles, indirectamente establece una lista de aquellos que desaparecieron de manera inexorable.

Salvo por los paños fragmentarios, como el que atesora el Museo de las Migraciones, es lo que sucede con los antiguos muros que abroquelaban la ciudad, por citar el ejemplo más obvio.

Este año, frente a una Plaza Matriz atiborrada de visitantes, en un día espléndido, no pude menos que evocar la Residencia de los Padres de la Compañía de Jesús, que ocupaba la manzana de enfrente a la plaza, delimitada por las actuales calles Rincón, Juan Carlos Gómez, 25 de Mayo e Ituzaingó.

Los jesuitas habían pedido permiso durante años para establecerse en Montevideo, pero se lo negaba el Cabildo, "por el grave perjuicio que por los indios tapes que trujeren se puede seguir". Finalmente se lo dieron, pesando en la resolución el reclamo de los vecinos, que querían un buen colegio para sus hijos. Montevideo tenía entonces unos 1.500 habitantes, algo más de 150 casas de barro y paja, junto a algunas —muy pocas— de piedra y teja. Corría el año 1746.

Fueron los primeros educadores de la ciudad, pero además aplicaron la experiencia artesana y manual que habían hecho en las Misiones: levantaron capilla, herrería, huerta y una "Ranchería" en la que vivían las familias de los esclavos de la Residencia. Además de doctrina cristiana y el culto al Sagrado Corazón de Jesús (una tradición medieval que fue introducida por ellos en España y en América), enseñaban lectura, escritura y aritmética. Daban sermones, dirigían novenas, oraciones fúnebres y ceremonias de honras reales; confesaban a los presidiarios de la Ciudadela, a los soldados y a las poblaciones dispersas del campo, siempre acompañados de un "lenguaraz" que les ayudaba con los indígenas. Instalaron el primer molino harinero, enseñaron a preparar cal, ladrillos, molinos, arados de madera de monte e incluso a encender un faro de luz en el Cerro (alimentado con grasa de yegua), para prevenir los naufragios. La ciudad se alimentaba del ganado que ellos, junto a Hernandarias, habían introducido en la Banda Oriental.

Las autoridades hispanas los consideraban verdaderos "caciques de la insurrección", por ser indisciplinados con los obispos, rebeldes con los gobernadores, predicadores del odio al español y a su lengua, que dominaban a los indios, con cuyos pueblos pensaban formar un gran imperio. En 1767 Carlos II ordenó su expulsión: "que se extrañen de todos mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes a los Religiosos de la Compañía", lo cual complementó con un bando de pena de muerte en caso de resistencia. El gobernador de Montevideo, De la Rosa, recibió la orden el 6 de julio.

Procedió con sigilo y apoyo militar, rodeando la manzana. Como vieron un paisano salir de la Residencia con libros temieron una "ocultación de caudales", por lo cual se apresó al paisano y se apuró el ingreso armado a la Residencia, rodeándola con Regimiento de Mallorca. El Superior era el padre Nicolás Plantich, un croata alto y fuerte, perteneciente a una familia con tradición de guerreros desde la Edad Media, a quien se conocía como Nicolás I, el supuesto emperador teocrático que los jesuitas querían coronar en ese imperio propio, con centro en las Misiones guaraníes.

Pese a tal aspecto y leyenda, Plantich llamó a los demás sacerdotes con la campana, como le ordenaron. Eran solo dos. Un tercer sacerdote estaba en la estancia de La Calera, por lo cual procedieron a hacerlo venir y también lo encarcelaron en la propia Residencia. Pese a la lluvia, los vecinos se nucleaban en la plaza, observando el operativo en contenido silencio.

Por algunos días los rumores corrieron por la ciudad, mientras los sacerdotes seguían confinados. Seis días más tarde los trasladaron a los muelles y los embarcaron. Muchos vecinos lloraban, sin decir palabra. El Padre Plantich debió quedarse hasta que terminaron los inventarios de los 45 esclavos, los muebles escolares, los 2.000 libros, los miles de cueros, los 798 cuchillos de faena, las 7 estancias, las 2 chacras, un molino de agua sobre el Miguelete y una tahona. Las alhajas de la Capilla se embarcaron en el San Nicolás, un barco que se hundió en la Isla de las Gaviotas, frente a las costas de Malvín. El paisano apresado había ido a cobrar un dinero que le debían los Padres y a llevarse unos obsequios que acompañaron el pago. Los papeles que confiscaron en el escritorio del croata eran las licencias para efectuar matrimonio entre los esclavos.

Lo más increíble fue la llegada de un barco que había zarpado de suelo español con rumbo al Río de la Plata, llevando 42 jesuitas a bordo. Ya se había elaborado el edicto de expulsión cuando iniciaron el viaje, pero no les dijeron nada para no delatar el operativo a seguir. El viaje fue calamitoso y seis de ellos murieron en alta mar. Arribaron a Montevideo el 26 de julio, cuando Plantich aún estaba en la Residencia esperando el final del inventario. De los 36 sacerdotes que llegaron, 33 estaban enfermos. De ellos, 7 fueron enviados a Buenos Aires, en una embarcación que se hundió en medio del río. Algunos de los cadáveres fueron rescatados de las aguas, pero las autoridades montevideanas los hicieron enterrar sin funerales. En cambio en Colonia, que estaba en manos de autoridades portuguesas, dispusieron solemnes exequias para uno de ellos, que llegó a sus costas. Los demás sacerdotes, aún convalecientes, fueron devueltos a España.

Las almacenes reales pasaron a ocupar gran parte de las instalaciones de la Residencia. Mientras se terminaba de construir la Matriz, que quedó pronta en 1805, se conservó la capilla jesuita. La manzana se remató en 1809, en presencia del gobernador Elío. García de Zúñiga compró 14 esclavos, parte del mobiliario, un solar en la ciudad y las 300.000 hectáreas de las estancias de San Ignacio, de Chamizo y la de Nuestra Señora de los Desamparados, con todo su ganado. En mayo del año siguiente, estalló en Buenos Aires la revolución. Un año más tarde Artigas sitiaba Montevideo.

A sitios como la Residencia de los Padres de la Compañía de Jesús, de los que nada puede mostrarse el Día del Patrimonio, solo los rescata el relato histórico.

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