Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Uvalde y la banalidad del mal

Hay algo aún más trágico que la masacre de niños ocurrida el martes de la semana pasada en la pequeña localidad de Uvalde: la reiteración de este horror a través de los años, en distintas ciudades de EE.UU.

Ni siquiera el éxito del documental Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002) propició un cambio de legislación en la facilidad de acceso a las armas en ese país: ¿recuerdan aquella lacerante escena final en que Moore se hace pasar por un fanático de las armas para entrevistar al actor Charlton Heston, entusiasta promotor de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), y luego le muestra el retrato de una de las niñas asesinadas en la masacre de Columbine? En aquel momento, muchos aplaudimos la trampa del documentalista. Sin embargo, pasaron 20 años y nada ha cambiado. Estas tragedias se repiten y corren ríos de tinta sobre la psicopatía de los asesinos, si sufrieron bullying de chicos, si carecían de figura paterna, si bla bla bla, pero nada, absolutamente nada se hace para evitar que sigan accediendo a armas de repetición de gran poder de letalidad. Fueron varios los liberales que pasaron por la Casa Blanca, que deploraron estas matanzas y se comprometieron a hacer algo, pero la famosa Segunda Enmienda (¡de 1791!) sigue primando sobre cualquier intención de mirar la realidad cara a cara y modificarla.

De los argumentos más pueriles en contra de una regulación severa de la venta de armas, he leído en estos días que limitarla sería tan incorrecto como prohibir el uso de automóviles, por miedo a los accidentes de tránsito. Parece obvio que son imposibles de comparar, porque la finalidad de un auto es trasladar a las personas, no matarlas, y si lo hace es por accidente, nunca por una condición inherente al instrumento. Con las armas es distinto: están diseñadas y producidas específicamente para matar y es por eso que su uso debe ser ejercido en forma monopólica por el Estado, como garante de la seguridad pública.

Una noticia de este fin de semana muestra el sorprendente grado de hipocresía con que la sociedad norteamericana maneja el problema. Según cables de AFP y EFE, el viernes pasado tuvo lugar en Houston la asamblea anual de la Asociación Nacional del Rifle, con la presencia del ex presidente Donald Trump. Lo irónico del caso fue que, en medio de las diatribas a favor de la posesión irrestricta de armas, la misma NRA prohibió el ingreso con estas, “para garantizar la seguridad del ex presidente”. Daría gracia si no fuera tan patético: son los mismos que proponen que los maestros de escuela deberían asistir a clase armados para defender a los chiquilines de esos desquiciados…

Pero es cierto que la venta libre de fusiles de asalto no es la única causa por la cual se apilan los muertos inocentes en los famosos shootings estadounidenses (288 masacres entre 2009 y 2018, según la organización no gubernamental Public Citizen, con sede en Washington).

Lo que muestra el documental de Michael Moore es que distintos países con políticas similares de tenencia de armas no ostentan estos resultados vergonzantes. Claudio Fantini ha dicho lo mismo en su columna del diario El País de la semana pasada.

Habría que ver si no incide una industria del entretenimiento que banaliza la violencia, con realizadores cinematográficos y diseñadores de efectos especiales que compiten a ver quién genera imágenes más sanguinarias, y con un público que, al mismo tiempo, se anestesia en forma creciente con esa exaltación del horror y la disfruta morbosamente comiendo pop.

Habría que ver también cuánto hay de la actual espectacularización de la vida cotidiana que habilitan las redes sociales y sus streamings en vivo, como fue el caso del adolescente racista que mató a una decena de afroamericanos en un supermercado de Buffalo y lo transmitió en directo con una camarita colocada en su casco.

Es la banalización del mal que percibía Hanna Arendt en los genocidas nazis: sensibilidades mutiladas de toda empatía, que apuestan a la trascendencia personal por la vía del exterminio del prójimo. Es el popular Marilyn Manson cantando alegremente “No me gustan las drogas: son ellas las que gustan de mí”.

Es aquel solista de Guns’n Roses entonando canciones con letra de Charles Manson, un psicópata asesino, y vistiendo una camiseta con su cara, como reivindicándolo.

Cuando Shakespeare retrata a Ricardo III no busca entretener con sus crímenes. Tampoco lo hace Francis Ford Coppola al denunciar la operativa mafiosa en la saga de El padrino. Pero mucho de lo que sale del mainstream cultural actual no apela a la violencia para execrarla, sino por el contrario, la glamoriza y la convierte en estéticamente deseable. Cada vez que veo a una de esas megaestrellas de Hollywood diciendo discursos políticamente correctos en la entrega de los Oscar, pienso lo mismo: deberían empezar por interpelar a la industria que los hace millonarios, exigiéndole un compromiso ético que ayude a apagar estos fuegos, en lugar de avivarlos.

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