Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Tacita de mugre

La semana pasada trascendió que la justicia condenó a cuatro militantes del PCU a ocho días de trabajo comunitario, por haber grafiteado un muro con consignas políticas.

Lo hicieron en la esquina de Buenos Aires y Juan Carlos Gómez, en una propiedad de la Dirección de Primaria designada como patrimonio arquitectónico.

La sentencia generó dos reacciones antagónicas: fue celebrada por el director de la Comisión de Patrimonio del MEC, William Rey, pero criticada en una declaración del Frente Amplio. En esta expresan que la decisión de la justicia “pone en entredicho el derecho a la libertad de expresión del pensamiento, generando un obstáculo a una práctica social e histórica con arraigo nacional en todas las tiendas políticas”. Prometen que harán “esfuerzos en torno a acciones legislativas, entendimientos en el plano académi- co y de la cultura (…) que redunden en una promoción del espacio público como ámbito democrático de encuentro ciudadano”.

El arq. Rey replicó que “no es una expresión de libertad afectar un monumento histórico: es una forma de agredir a la nación”. Celebró “que la Justicia empiece a tomar cartas en el asunto sobre un proceso de destrucción patrimonial que parece no tener quien lo frene” y anunció que el MEC prepara una nueva ley con el fin de optimizar la conservación y sancionar el vandalismo.

Este debate se produce en el mismo momento en que agrupaciones de estudiantes han reivindicado el derecho de utilizar las fachadas de instituciones para publicitar sus ideas, agraviándose de que las autoridades traten de impedirlo e incluso rechazando la propuesta de hacerlo en carteleras emplazadas a ese efecto.

Me recuerda a aquel chiste de Mafalda en que la mamá mira escandalizada cómo el pequeño Guille ha garabateado las paredes del living con un marcador y, al reprochárselo con un “Qué significa esto”, el nene le responde, con el chupete en la boca: “Paisaje pop”.

Pero este problema endémico, sobre todo de nuestra Montevideo, tiene que ver con la vieja teoría de los vidrios rotos: estamos tan habituados al grafiti vandálico, al garabato sin el más mínimo sentido estético o con insultos malsonantes y pueriles, que a algunos les resulta natural seguir enchastrando. Llegaron a pintarrajear palabras con tipografía inentendible encima del rostro de Manuel Quintela, homenajeado por Gallino en un muro al costado del Hospital de Clínicas.

Se dicen artistas callejeros, pero no respetan el retrato realizado por un colega quien, a diferencia de ellos, realizó su trabajo con los permisos correspondientes. Si el resultado de esas transgresiones fuera tan creativo, original y rupturista como lo que hace mundialmente el enigmático Bansky, sería muy valorable, porque el irrespeto y el conflicto forman parte del diálogo artístico que enriquece a la sociedad. Pero estos garabatos no tienen nada de creativo. Son una mera agresión a la estética urbana, nacidos de la voluntad de ensuciar y dañar, y está muy bien que la legislación ponga alguna contención a estas aplanadoras del derecho ajeno.

Por eso resulta bastante insólito que un partido político democrático confunda grafitear la fachada de un bien patrimonial con ejercer la libertad de expresión. Y tampoco vale callar esta indignación para no ser acusado de conservador o anticuado. No se trata de retrotraernos a la ciudad tacita de plata, pero tampoco de transformarla alegremente en basurero.

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