Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

El odio a la belleza

Qué vale más, el arte o la vida? ¿Se preocupan más por la protección de un cuadro o la protección de nuestro planeta y de las personas?” Con estas curiosas palabras, una de las activistas que arrojó sopa de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh justificó su protesta ecologista.

Es la falacia de falsa oposición más estúpida que escuché en mi vida.

¿Qué culpa tiene una obra de arte colgada en la National Gallery de las decisiones que toma el gobierno británico sobre la explotación de fuentes de energía? Es como si la emprendiéramos a tomatazos contra La fiebre amarilla de Blanes, para expresar disconformidad con el gobierno.

El suceso fue resonantemente imbécil pero hubo quienes lo aplaudieron, incluso en nuestro país. Se basan en el aparente argumento de que se trató de una protesta performativa para atraer la atención del mundo entero y que no hay duda de que ese objetivo fue logrado.

Mi humilde discrepancia radica en que la performance, en toda su vistosidad, genera más repulsión que simpatía hacia la causa de quienes la ejecutan.

Está bien: no vandalizaron la obra porque esta se halla detrás de un cristal protector.

No hay nada que no se pueda solucionar con un chorrito de limpiavidrios y un lampazo. Pero lo que queda en las retinas de la gente es la agresión en sí misma: haber lanzado una sustancia roja y viscosa contra una de las obras más desgarradoramente bellas del impresionismo y, tal vez, de la historia de la pintura universal. El “¡oh my God!” espontáneo que se escucha en el video que se hizo viral es demostrativo de la mezcla de sorpresa e indignación que produce contemplar el hecho. Y es justamente esa reacción la que estimula a estos nuevos activistas a cometer sus pequeñas y vistosas fechorías.

Hay mucho escrito sobre el espacio ficcional de un cuadro, cuyo marco lo separa y aísla del mundo real.

Esa condición, ese pertenecer a un territorio a salvo de las imperfecciones de la existencia física, confiere a la obra de arte de un valor excepcional. Y no me vengan con los ochenta y tantos millones de dólares en que está valuado el cuadro de Van Gogh porque no estoy hablando de un valor tangible.

Quien se ha enfrentado a esta u otras obras de los grandes maestros de la pintura, se coloca sin pensarlo en una posición de reverencia. El objeto que mira, en su belleza, lo está conectando directamente con el genio que lo creó.

Comentamos con mi esposa esa misma sensación tras haber asistido el fin de semana pasado al imponente concierto de la Ossodre de la novena sinfonía de Beethoven: el compositor no estaba muerto.

Estaba ahí, flotando en ese auditorio, redivivo en cada nota y en cada compás de su creación perfecta. Si alguien hubiera interrumpido esa magia golpeando cacerolas, por ejemplo, no solo habría molestado a los músicos y al público. Habría irrespetado a Beethoven y con él, a lo más extraordinario de la tradición cultural de Occidente.

De esto mismo trata la fantasmada de las activistas de Just Stop Oil. Una obra de Vincent Van Gogh -un pintor que pagó con hambre y dolor la incomprensión de su entorno y que, paradójicamente, fue reconocido y apreciado después de muerto- no debería ser utilizada como excusa para traficar disensos políticos.

Quien lo hace evidencia una ignorante insensibilidad ante el prodigio del arte, semejante a la que demostraron los nazis cuando quemaron libros y vituperaron obras que calificaban de “degeneradas”.

¿Cumplen su objetivo? Claro que sí. Logran que la foto de esa barbaridad aparezca en todos los diarios del mundo y que el videíto se viralice globalmente. Pero con el éxito de su mensaje están consagrando también otro al que hacen aún más perdurable: el de la banalización y el menosprecio de la cultura, el de que cualquiera se sienta en libertad de vituperar una obra maestra por reivindicaciones puntuales que nada tienen que ver con ella.

Las crónicas informan que otros dos activistas ya habían hecho tropelías antes contra otro Van Gogh, Melocotoneros en flor, expuesto en la Courtauld Gallery de Londres.

Antes le tocó a la La Gioconda de Leonardo da Vinci en el Museo del Louvre, atacada con un pastelazo al mejor estilo cine mudo, y a Masacre en Corea de Pablo Picasso en Australia, obra sobre la que otros activistas adhirieron sus manos con goma de pegar.

Y esto sin contar con la cantidad de vandalizaciones sobre cuadros y esculturas a cargo de delirantes y desquiciados de distintas épocas, como el que atacó a martillazos La pietá de Miguel Angel en 1972.

Esos dementes de ayer y estos activistas de ahora tienen algo en común, inmejorablemente expresado por la doctora en Letras Valeria Castelló-Joubert, de Argentina: “El odio a la belleza es uno de los mayores flagelos de la actualidad. Anestesia los sentidos y, en consecuencia, embota la capacidad cognitiva, el discernimiento y el juicio moral. La belleza no es un mero ornamento: es elemento indispensable en la vida humana”.

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