Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

La noria conservadora

En la última semana de campaña por el referéndum, parece claro que todas las cartas están sobre la mesa y que la decisión del ciudadano depende de la mayor o menor credibilidad que le generen los políticos de cada lado.

No quiero volver a escribir de este asunto después del domingo, ni para alardear por una victoria ni para quejarme por una derrota. Y tampoco deseo insistir en argumentos a favor del No que han sido y están siendo ampliamente expresados.

Me gustaría, en cambio, sacar algunas conclusiones por adelantado de lo que fue esta iniciativa de un sindicato integrante del Pit-Cnt que, como reguero de pólvora, conquistó a toda la central sindical primero y a la principal fuerza política opositora después.

Una de las claves para entender lo que pasó con la recolección de firmas contra la LUC y el posterior referéndum ha sido verbalizada por el ex presidente Mujica, con la franqueza que lo caracteriza. Para él, “la LUC, lo más malo que tiene, es que rompe una tradición del Uruguay, que es peligrosa: el Uruguay es un país sin cambios bruscos, bastante estable, y eso le generó un prestigio”.

No es la primera vez que un dirigente opositor cuestiona la extensión, amplitud y talante transformador de la LUC. Y no es la primera vez, tampoco, que un político uruguayo de primera línea defiende una gestión gradualista, sin cambios bruscos y ambiciosos.

En cualquier emprendimiento humano, desde la investigación para lograr una vacuna hasta la puesta en marcha de una iniciativa social o medioambiental, la carrera contra el tiempo resulta prioritaria, no simplemente por impaciencia, sino porque en ello va su misma utilidad práctica. Recuerdo una obra de teatro del inolvidable Carlos Maggi llamada La biblioteca, donde la pesadez de la administración pública y su incapacidad de evolucionar pasaba del humor a la pesadilla.

Es verdad que Uruguay se ha caracterizado siempre por una gran resistencia a los cambios. La pregunta es cuánto más aguanta el país una política inercial, donde sobran diagnósticos pero no se corrigen los problemas.

La última gran revolución democrática fue la de José Batlle y Ordóñez en las primeras décadas del siglo pasado. Dos dictaduras después, los grandes intentos de cambio, en mayor o menor medida naufragaron. Algunas veces por la vía del referéndum, como la ley del gobierno de Lacalle que promovía una asociación con privados para Antel, o la que lo intentaba del mismo modo con Ancap bajo el de Jorge Batlle.

Este último caso es paradigmático: el gobierno había enviado al parlamento un proyecto de ley de un solo artículo, que derogaba el monopolio de la importación de combustibles. En las cámaras, el proyecto fue ampliado, modificado y pasterizado por tres legisladores del Frente Amplio. Pero hete aquí que ese nuevo texto, negociado en una verdadera concertación multipartidaria, no fue del agrado del sindicato de funcionarios de Ancap, quienes convencieron al entonces líder opositor Tabaré Vázquez: juntaron las firmas, ganaron el referéndum y todo cayó. O sea que el cambio que el sistema político debió procesar para una mejor calidad de vida de la gente y menores costos de energía para la producción uruguaya, no solo se devaluó en la negociación parlamentaria, sino que se extinguió por completo.

Lo mismo puede decirse de la última reforma seria de la educación pública, que fue la de Germán Rama. Los sindicatos docentes -que la calificaban como “reforma ramera”- pusieron todas las piedras posibles en el camino de su implementación, hasta que el primer gobierno frenteamplista la borró de un plumazo, y ya sabemos en qué quedó la educación a partir de entonces. Los mismos que en épocas de Rama vituperaban las escuelas de tiempo completo, las reivindicaron como propias en el período mujiquista. Los mismos que cuestionaban la universalización de la enseñanza preescolar, ahora cuestionan a la LUC por una mera tergiversación semántica sobre su obligatoriedad.

Hay que entender de una vez por todas que quienes paradójicamente se autodenominan progresistas, tienen una tendencia conservadora, reiterada y machacona a través de las décadas. Rechazan los cambios, apelando siempre al retorno a un supuesto pasado idílico que tiene más de autoengaño que de realidad. Hace unos días escuché a la intendenta de Montevideo criticar la regla fiscal, porque para ella, “hay que gastar”. ¿En qué medida prenden estos argumentos demagógicos en la población? ¿Seguiremos eternamente postergando los cambios con base en prejuicios e ignorancia de las más elementales leyes de la economía?

Creo firmemente que, cualquiera sea el resultado del referéndum, la principal tarea del gobierno deberá ser la de llevar a cabo una nueva revolución educativa.

Está muy bien enseñar habilidades para conseguir trabajo, pero si no mejoramos la cultura cívica a todos los niveles, si no promovemos de verdad el conocimiento humanístico y económico, si no enaltecemos el ejercicio del espíritu crítico, esta patética noria conservadora acabará con todo.

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