Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

El Mundial de la metáfora

Con razones inmejorablemente reseñadas por Hugo Burel en su editorial del domingo pasado -de lectura imprescindible- muchos han dado en llamar a esta Copa de Fútbol como “el Mundial de la vergüenza”.

Me permito parafrasearlo con el título que he elegido para esta columna, porque en varios sentidos, la vergüenza que genera esta competencia es una transparente metáfora de las que provoca el contradictorio mundo en que vivimos.

Francisco Faig, por su parte, reflexionó sobre “el gol de Embolo” y cómo la actitud culposa de ese jugador al provocar la derrota deportiva de su país de origen, puso de manifiesto la contradicción del multiculturalismo.

La realidad terminó confirmando -y dramatizando aún más- la sagaz observación de Pancho.

Porque prácticamente ese mismo día, la victoria de Marruecos sobre Bélgica devino en inesperados disturbios en Bruselas, donde jóvenes aficionados a la selección marroquí rompieron vidrieras, quemaron autos y destrozaron mobiliario urbano, entre otros desmanes. Uno se pregunta cuánto más hubieran hecho si su cuadro hubiera perdido el partido…

La noticia tuvo escasa difusión en nuestro país, al punto que al verla en Twitter pensé que sería un fake pergeñado por algún ultraderechista. Pero no: distintos diarios del mundo registraron el evento, así como las declaraciones posteriores del alcalde de Bruselas, Philippe Close, en el sentido de que no hay que estigmatizar a los inmigrantes marroquíes: “Los más duros en la condena son la comunidad marroquí. Si miras las redes sociales, ellos son los más duros porque les robaron la alegría de una victoria. Fue una minoría extrema. Pero esta minoría debe ser parada y castigada”. Le preguntaron si Bélgica había fallado en su gestión de la inmigración, y su respuesta fue contundente: “No lo creo. En Bruselas conseguimos convivir con 184 nacionalidades, somos la segunda ciudad más cosmopolita del mundo”. El alcalde atribuye los disturbios a que estas minorías violentas están integradas por menores de edad y pide a sus padres que los controlen y disuadan.

Hay un primer punto de vista que puede vincular estos problemas a la violencia sistémica que está naturalizada en nuestras sociedades, más allá de que coexistan distintas nacionalidades en ellas. En octubre de 2019, los disturbios en Santiago de Chile fueron particularmente agresivos, incluso para beneplácito de la progresía latinoamericana, que vio allí una rebelión espontánea contra el satánico neoliberalismo (tan “espontánea” que incluyó la colocación y detonación de materiales explosivos en centenares de estaciones de transporte público). Y en el extremo opuesto, las tanquetas de Maduro supieron arremeter en Venezuela contra manifestantes compatriotas que marchaban por libertad y justicia. En ninguno de estos casos hubo choques migratorios implicados, pero la situación en Europa parece ser bastante diferente.

Una de las razones argüidas por los criminales que ejecutaron en forma cruenta a los inofensivos humoristas de Charlie Hebdo, fue que estos gustaban hacer chistes sobre el violentismo de ciertos inmigrantes islamistas en Francia. Este y otros actos terroristas solían ser celebrados en las redes sociales por oscuros trolls de izquierda, calificándolos como una especie de venganza después de pasadas colonizaciones occidentales sobre sus países.

Recuerdo un análisis estúpido que se repetía con inquietante frecuencia, argumentando que si en la Europa medieval se quemaba a mujeres acusándolas de brujas, no estaba mal que el Estado Islámico decapitara ciudadanos europeos en la época actual. Ahora, con los desmanes en Bélgica, leí la misma imbecilidad: si hace 140 años Leopoldo II ordenó un genocidio en el Congo, ¿qué tiene de malo que hoy los inmigrantes marroquíes hayan armado un poco de relajo en Bruselas?

De todas formas, esas burdas extrapolaciones históricas ameritan preguntarse si es posible que en los actuales gobiernos europeos exista una inconfesada conciencia de culpa por su pasado de cruentas conquistas territoriales, que les impida manejar con racionalidad el ingreso migratorio. He leído que en Francia hay mezquitas donde se pregona abiertamente el sexismo y la muerte a los infieles. ¿Hasta qué punto las sociedades abiertas pueden ser tolerantes con la intolerancia? Es un gato que puso sobre la mesa Michel Houellebecq con su novela distópica “Sumisión” y sobre el que todos deberíamos reflexionar.

En lugar de eso, seguimos distrayéndonos en debates políticamente correctos y viendo con sorpresa cómo una ultraderecha radical, enemiga de la inmigración y el multiculturalismo, va ganando adeptos por todas partes y llega al poder en Italia y Suecia. No es más que la ley del péndulo: la decadencia de la utopía cosmopolita conduce a nuevos espejismos autoritarios. Y los espacios simbólicos como el Mundial de fútbol, donde se supone que las distintas naciones confluyen para celebrar su amistad, terminan siendo apenas una fachada que mal encubre vulgares negociados y luchas de poder.

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