Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Laberinto de banalidad

Comparar dos noticias recientes que no tienen nada que ver entre sí, ponerlas una al lado de la otra, puede servir para hacerse una idea de la truculenta banalidad del mundo.

De un lado, los cadáveres de habitantes de Bucha descomponiéndose a la intemperie, asesinados por francotiradores rusos cuando caminaban por la calle con una bolsa de alimentos en la mano o andaban en bicicleta. Del otro, el escándalo ridículamente desproporcionado que parece haber provocado una cachetada que un actor de Hollywood le pegó a otro frente a las cámaras de televisión.

Lo primero que me viene a la mente cuando comparo esas noticias tan dispares es un par de columnas de Martín Aguirre y Francisco Faig, publicadas días atrás en estas páginas.

Faig hablaba de la frivolidad indignante de la agenda “woke” de la nueva izquierda occidental, y Aguirre anotaba que la suprema crueldad de la invasión rusa en Ucrania funcionaba como una advertencia, para que Europa y EE.UU. revalorizaran sus democracias y se dedicaran a lo realmente importante, en lugar de enredarse en agendas buenistas y superficiales.

Lo de la bofetada de Will Smith a Chris Rock es emblemático. Cuando yo era adolescente, escuché por la mítica CX 30 de José Germán Araújo que un periodista compatriota le preguntaba al cantante español Paco Ibáñez si usaba camisa negra porque era fascista, a lo cual la entrevista dio paso a una serie de sonidos de golpes de puño, quejidos y gritos, que nos hizo entender a todos que a Ibáñez no le había hecho gracia el chiste.

Por la misma época, pero ya en democracia, recuerdo a un conocido y apreciado rockero compatriota que se indignó tanto con un par de comunicadores de una radio llamada “El Dorado”, porque se mofaban de él en un programa en vivo, que se tomó un taxi, entró a la emisora, ingresó por la fuerza al estudio y se agarró a las trompadas con los dos graciosos.

En esos tiempos, la reacción de Paco Ibáñez y de su par uruguayo no pasaban de ser anécdotas curiosas, incluso risibles. Con la nueva agenda “woke”, las invectivas morales lanzadas por diferentes sectores de opinión convierten la tontería de Will Smith en poco menos que un crimen de guerra.

El chiste de Chris Rock, tan malo como insultante, no fue en nada diferente a los que viene haciendo Ricky Gervais en varias entregas de premios de ese tipo. La reacción de Smith fue de una tejarrada equivalente, pero los ríos de tinta que corrieron por ese hecho pueril son el símbolo perfecto de la decadencia moral norteamericana.

Están los que insultan a Rock por burlarse de la alopecia. Están los que denostan a Smith por pegarle un cachetazo. Están quienes señalan al primero por ejercer “violencia estética” (sic), algo así como una forma de violencia de género basada en menoscabar a la mujer por no responder a un canon de belleza de bla bla bla.

No faltan quienes acusan también a Smith por atacar a otro hombre en defensa de su pareja, lo que aparentemente trasuntaría un comportamiento heteropatriarcal de bla bla bla. Y están las instituciones que, con poco bla bla bla, toman medidas inmediatas para deslindar toda responsabilidad de amparar a un violento, como la Academia de Hollywood que entró en sesión permanente para expulsar al actor y recibió con alivio su renuncia. O Netflix, que lo apartó de un proyecto que estaba en etapa de preproducción. Todos apurados a cancelarlo, no sea cosa que algún abogado los demande por cualquier tipo de complicidad, o disminuya su tonta reputación en redes sociales. El comediante Jim Carrey llegó a decir, espantado por la actitud violenta de su colega, que “ya no somos un club genial” (como si alguna vez lo hubieran sido).

Y mientras estas son las tormentas que arrebatan el espíritu progre de los simpáticos ricachones de la industria del cine, la verdadera tragedia se vive en un país europeo que está siendo arrasado por una invasión imperialista y sufriendo un genocidio de proporciones inimaginables.

Entonces cabe preguntarse: ¿es inevitable que las sociedades libres, donde se respetan los derechos humanos, terminen perdidas en un laberinto de banalidad, donde los verdaderos problemas se camuflan detrás de discusiones estúpidas?

¿Hace falta que haya colectivos que se sigan victimizando, a pesar de vivir en países democráticos con legislación más que suficiente para defenderlos? ¿Es necesario que en ese juego melodramático lleguen al extremo de insultarse entre sí? (Me refiero a ese comediante llamado Dave Chapelle, que se muestra tan consustanciado a favor de los derechos de los afroamericanos, que la emprende con desprecio y violencia contra la comunidad LGBT).

Esa patética banalización de la convivencia, en sociedades que deberían dar ejemplo en ese aspecto, parecería ser el mejor caldo de cultivo para que genocidas mesiánicos como Vladimir Putin sigan avanzando sobre el mundo libre.

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