Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Judas no era negro

Las mieles empalagosas de la corrección política siguen edulcorando al arte occidental.

No fue suficiente que un director italiano cambiara el final de la ópera “Carmen” de Bizet, invirtiendo el asesinato final: hizo que fuera Carmen quien matara a su maltratador, como si con esa modificación se lograra algo en la causa contra la violencia de género. Tampoco alcanzó con la cruzada contra el blackface que cancela a los actores que pintan su cara de negro, y que llega al absurdo de desterrar de las filmotecas las versiones de “Otelo” de dos artistas inmensos como Laurence Olivier y Orson Welles.

Ahora nos enteramos de que Gregory Doran, el director saliente de la Royal Shakespeare Company (nada menos), ha declarado que elegir para interpretar a Ricardo III a actores sin discapacidad “probablemente no sería aceptable”. El clásico personaje, una de las creaturas más geniales de Shakespeare, se representa desde siempre con joroba y renguera, discapacidades que el autor no le asigna para menoscabarlo sino al revés, para poner en evidencia cómo no le impiden alcanzar el poder, fascinando a todos e incluso seduciendo a Lady Ana, en una de las escenas mejor escritas de la historia del teatro universal.

También trascendió que el notable actor Eddie Redmayne estaba arrepentido de haber aceptado el papel de una mujer transgénero en la película de 2015 “La chica danesa”. Opina que “mucha gente no tiene una silla en la mesa” a la hora de elegir actores para un papel así. En otras palabras: si el personaje es trans debe ser interpretado por alguien que lo sea. Y que lo haga otro constituye una apropiación injusta, sacando provecho de la discriminación que existe contra ese sector.

Confieso que no puedo entender esta lógica, acuñada en las aulas universitarias norteamericanas y expandida a todo el occidente, mientras hay países del mundo donde las injusticias son verdaderamente cruentas. Donde se prohíbe a las mujeres estudiar y trabajar y se las lapida si tienen sexo fuera del matrimonio; donde se practican ablaciones genitales a las niñas y se arroja a los homosexuales desde lo alto de edificios por su mera condición de tales.

Es cierto que en América y Europa persisten muchos sesgos contra las minorías por género, raza o discapacidad. Pero este tipo de medidas buenistas, en el afán de proteger a las personas que integran esos grupos, terminan logrando el efecto opuesto: consolidar la percepción discriminatoria.

Quien se enoja porque Welles se pintó de negro para hacer Otelo, ¿no tendría que criticar también que el actor afroamericano Carl Anderson haya interpretado a Judas en “Jesucristo Superstar”? ¿Quién dice que un personaje blanco no pueda ser encarnado por un negro o que un actor discapacitado no pueda componer a un personaje que no lo es? La discriminación no se combate cancelando a los artistas que interpretan roles diferentes a sí mismos, sino abriendo las cabezas contra cualquier clase de prejuicio cuando se los selecciona.

Lo otro, la posición de Doran y Redmayne, parece más bien una postura demagógica y culposa, que mal esconde una auto percepción de superioridad por raza, condición física o identidad de género. Si aplicáramos ese criterio a todo nivel, para interpretar a Cyrano de Bergerac sería necesario buscar un actor que de verdad tuviera la nariz muy grande. Entraríamos inevitablemente en la abolición de la actuación. Un absurdo más de la pueril literalidad que aqueja a la cultura de nuestro tiempo.

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