Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Evita, la santa embalsamada

La miniserie Santa Evita, que puede verse desde hace unos días por Star+, tiene la gran virtud de adaptar para la pantalla una de las grandes novelas argentinas de las últimas décadas.

Para los uruguayos es un motivo de orgullo que el papel protagónico haya sido confiado a una actriz compatriota, la talentosa y versátil Natalia Oreiro. La intención de esta columna no es hacer una crítica del producto televisivo (la dirección de arte y fotografía me resultaron sublimes, pero tengo reparos con el guion), sino poner el foco en el tema que tan bien desarrolla Tomás Eloy Martínez en la obra original: las extrañas y sórdidas circunstancias que rodearon el embalsamamiento de Eva Perón y el destino de su cadáver.

Está claro que la ficción se desacopla de la estricta verdad histórica y está bien que lo haga: la función del arte no consiste en reproducir la realidad tal cual es, sino en recrearla con las poderosas herramientas de la imaginación autoral. Para contar lo que pasó de verdad están los libros de historia. Las novelas y películas pueden y deben darse el lujo de completarla e incluso subvertirla. (No otra cosa hizo el inolvidable Carlos Maggi en muchas de sus obras, como cuando escenificó la vida de Fructuoso Rivera en su genial Frutos, poniendo en escena la subjetividad del prócer, o como en La mujer desconocida, en que Maggi se atrevió a reescribir un poema de María Eugenia Vaz Ferreira, libre de la imaginada censura de su hermano Carlos).

Lo interesante de Santa Evita es que las exageraciones e invenciones del novelista y las guionistas de la serie son menos de las aparentes. Porque es rigurosamente cierto que Juan Domingo Perón contrató a un experto español para que embalsamara el cuerpo de su esposa difunta. También que dicho cuerpo se convirtió en un curioso símbolo de resistencia peronista contra la llamada “Revolución Libertadora”, cuyos conductores no sabían literalmente qué hacer con él. Es estrictamente real el proceso de enajenación del coprotagonista de la serie, el coronel Carlos Moori Koenig, quien al quedar al cuidado del cadáver, termina obsesionándose a tal punto que lo siente propio y llega a extremos inconcebibles. En el documental Evita, la tumba sin paz (1997) Tristán Bauer entrevista al coronel Héctor Eduardo Cabanillas, quien recibiera en 1971 el mandato del entonces dictador Alejandro Lanusse de devolver el cadáver de Eva a Juan Domingo Perón, en Madrid. Su testimonio es inquietante: “El coronel Moori Koenig había cometido algunas faltas muy graves, irresponsables y muy imprudentes, y hasta anticristianas, con respecto al cadáver (…) A partir del momento en que lo tuvo en sus manos enloqueció. Tomaba mucho alcohol, se enloquecía, decía que esa mujer era de él, que le pertenecía a él…”. De algún modo, la declaración da sustento a los momentos más escabrosos de la ficción, como cuando el coronel Moori Koenig ordena a sus subordinados orinar sobre el cadáver o cuando se embelesa mirándolo, con intención necrofílica. Profundizando en el contexto histórico (pueden leerse interesantes artículos de la argentina Claudia Peiró sobre el tema, en Infobae), nos encontramos con la filmación del cuerpo embalsamado encargada por el propio Perón en 1971, cuando le es entregado.

Es un documento escatológico y perturbador, donde puede verse que tanto trajín produjo que el cadáver tuviera rota la nariz, que le faltara un dedo y que sus pies estuvieran destrozados (había sido exhibido de pie por sus captores, como un trofeo).

La crónica da cuenta además de que Isabel Martínez, la esposa de Perón, tomó a su cargo el cuidado del cuerpo embalsamado, limpiándolo del barro que lo cubría y peinándolo.

Parece un cuento bizarro pero está todo debidamente documentado.

Tal vez lo que motivó a Perón, al ordenar el embalsamamiento de su primera esposa, no fue simplemente que se viera bien tras un prolongado velorio. Quizá soñó convertirla en una especie de nueva Bernadette, aquella monja francesa que murió en 1879 pero mantiene hasta el presente su cuerpo incorruptible, en una capilla de Nevers. Acaso creyó que derrotar la natural descomposición de la carne sería una manera de darle vida eterna o de perpetuar el valor simbólico de Eva como mujer política. Y es muy factible que lo haya conseguido. Porque si no, la increíble travesía de ese cuerpo embalsamado hubiera resultado inexplicable. Tanto como el vigente auge de un movimiento populista que está íntima, indisolublemente ligado a la historia argentina desde hace siete décadas.

Hay otro símbolo, más hondo, en el camino post mortem de Evita. Tiene que ver con lo mal que nos llevamos con la idea de la muerte, con la dificultad que tenemos para procesar la evidencia de la finitud de la vida y el carácter efímero de nuestro envase corporal.

Es paradójico que popularmente la hayan proclamado santa, y al mismo tiempo hayan sentido la necesidad de venerarla en un cuerpo vaciado y plastificado. ¿Es esa la única forma, tan banal, de eternizar la existencia? Da para pensar sobre ello.

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