Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

La conspiranoia del inspector Clouseau

Trabajo en publicidad desde hace 40 años, y una de las cosas que la experiencia me ha enseñado es a respetar los derechos de autor cada vez que uno pretende utilizar, para publicitar algo, canciones o imágenes que no pertenecen a la marca.

Por eso me llamó la atención el uso que hacía un sindicato y las agrupaciones de carnaval de la Pantera Rosa para promover el voto por Sí. Supuse que habrían pagado un dineral para utilizarla, valiéndose incluso de imágenes del dibujo animado original en sus spots.

Luego se supo que no hubo tal compra de derechos y que, como pasa muy a menudo en el mercado publicitario, los propietarios de ese personaje interpusieron un recurso para que no volviera a ser utilizado. Hasta ahí todo bien: cualquiera tiene derecho a equivocarse y hay que aceptar que desande su error.

Lo insólito fue que los defensores del Sí utilizaron este reclamo para colocarse en la posición de víctimas de una supuesta conspiración en la que participaría “la multinacional Metro Goldwyn Mayer y el gobierno”, para vulnerar su campaña.

Lo más pintoresco fue el tuit de Esteban Valenti, comunicador responsable de esa campaña, lanzando la especie de que el estudio jurídico de Pedro Bordaberry estaba detrás de la acción, algo que fue desmentido de inmediato por el ex senador colorado, con indignación más que compartible. Pero la cosa no quedó en el gazapo de Valenti, quien incluyó una breve disculpa en una sarta de otras supuestas denuncias. Según El Observador, el presidente del FA, Fernando Pereira, se sumó a la conspiranoia y dijo que “calculaba” que la empresa norteamericana había recibido “presiones externas”. (La verdad es que si yo necesitara servicios publicitarios, no dudaría en contratar al uruguayo que fuera capaz de presionar nada menos que a la Metro Goldwyn Mayer…)

La anécdota podría ser solo una más en la lista de cucos creados por la oposición para pescar incautos y fanatizar a convencidos, pero vale la pena poner el foco sobre ella, porque demuestra un modus operandi que es habitual en los extremismos, de uno y otro signo ideológico.

Teorías conspirativas hubo desde siempre a lo largo de la historia. En general han estado destinadas a dar justificación mágica y simplista a problemas concretos y complejos. La colectividad judía ha sufrido ese problema en carne propia, con una larga historia de fábulas antisemitas con las que se la viene hostigando tanto en el campo de las ideas como de las acciones. Las dictaduras de derecha torturaron y mataron alegando conspiraciones marxistas; las de izquierda justificándose en conspiraciones contrarrevolucionarias. Pero en democracia, esas prácticas también han funcionado aceitadamente.

En los años 70, sin Twitter, se habían lanzado rumores de que la petrolera Esso pagaba la campaña de Wilson Ferreira y de que Jorge Batlle se había enriquecido por una infundada “infidencia”. Desde el pachequismo se decía que si ganaba el FA, construirían un muro que dividiría la calle Agraciada.

El gobierno actual avanza en una gestión equilibrada y centrista, enojando incluso a quienes, desde la extrema derecha, lo acusan de tibieza. Y desafortunadamente, el conspiracionismo no es patrimonio solo de los delirantes antivacunas. ¿Qué podemos esperar si hay dirigentes opositores de primera línea que denuncian a voz en cuello que la coalición quiere explícitamente castigar a los pobres en beneficio de los ricos, y que la LUC fue hecha para que propietarios inescrupulosos disfruten echando de sus casas a los inquilinos deudores?

Siempre la misma basura fantasiosa, para escamotear el análisis serio de los temas y priorizar la imposición de prejuicios por sobre el debate de ideas.

Lamentablemente, la fuerza política que una vez dio al país demócratas de la talla de Líber Seregni, Zelmar Michelini y Juan Pablo Terra, recurre cada vez con más frecuencia al expediente banal del clasismo partidario, repitiendo el pueril eslogan de oligarquía versus pueblo.

Y no me refiero a las esperables simplificaciones de los trolls que pululan en las redes sociales (los hay delirantes en todos los bandos). Lo preocupante es que los principales voceros de la oposición entren en ese juego que envilece el debate ciudadano.

Es una práctica muy rendidora en Twitter y Facebook. Dorsey y Zuckerberg estarán encantados de que existan usuarios que manipulen y distorsionen la realidad con el afán de exasperar a sus seguidores y así multiplicar las interacciones (y la facturación publicitaria que conllevan).

La pregunta es qué tan positivo es esto para la salud democrática: hay gente que deberá reflexionar acerca del riesgo de seguir jugando con fuego.

Si convertimos la persuasión política e ideológica en un partido de truco lleno de mentiras para ganar puntos con los algoritmos, no nos quejemos si un día aparecen hordas de energúmenos disfrazados, tomando por asalto nuestras instituciones.

Es una película que ya vimos en Estados Unidos y que, de seguir en esta campaña de dislates, algunos parecen querer importar.

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