Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Cocaína, tomá poquito

De esa caja de sorpresas siempre extravagantes que suele ser la política argentina, hace unos días trascendió una curiosa recomendación del municipio de Morón: “Cocaína, pastillas, tomá poquito para ver cómo reacciona tu cuerpo”.

Esto apareció en una historia de Instagram firmada por la Dirección de Políticas para Juventudes de esa localidad. Como era de esperar, generó una inmediata tormenta política, al interpretarse como una apología del consumo de drogas duras de parte de una dependencia estatal.

En su defensa, los promotores de la campaña pusieron por delante la reducción de daños, que parte de la aceptación de que las personas consumen drogas y procura minimizar los riesgos sanitarios que esto implica. Es el mismo criterio con el que se instalan carpas en las fiestas electrónicas, adonde los compradores de pastillas psicoactivas pueden concurrir para que sean analizadas químicamente y autorizadas o no para su consumo. El recurso es bastante sorprendente pero es el que, según dicen, aporta ciertas seguridades en ese contexto de inevitabilidad de consumo que tanto se pregona.

Para quienes no tenemos experiencia directa en el asunto, lo de la reducción de daños es curioso, porque en el afán de minimizar el impacto sobre la salud que generan las drogas duras, paradójicamente las publicitan, como ese gracioso ejemplo argentino. Cuando el Estado recomienda a un muchacho que tome poquito, está avalando que se meta esas sustancias y con ello, guste o no, las está promoviendo.

Los adalides de esta teoría sostienen que decir “no tomes” nunca funciona, por la natural rebeldía de los jóvenes a cualquier imposición que provenga de adultos o instituciones. Si es tan así, ¿no se van a rebelar también porque les pedimos que consuman mesuradamente? ¿Quién dice que su talante contestatario no los llevará a tomar mucho en lugar de poquito? Este prejuicio de no contradecir los deseos de los jóvenes desde el mundo adulto explicó los curiosos spots publicitarios realizados en el período anterior, en cumplimiento de un artículo de la ley de regulación del cannabis, que obligaba a emitir campañas de prevención. Mostraban a chiquilines preguntando a sus padres y docentes qué tan malo era fumar porro y, significativamente, se veía a los adultos dudar, al punto que los spots no incluían sus respuestas sino una voz en off que recomendaba “hablar con ellos” sobre el tema.

Una de dos: o quienes pensaron esa idea padecían del síndrome de miedo a los hijos (ese pánico que aqueja al padre moderno de marcarles caminos éticos), o directamente creían que el consumo de marihuana no era tan malo después de todo, lo que haría absurda la disposición legal de prevenirlo. Y a la par de ambas hipótesis, sobrevuela la convicción de que quien se opone explícitamente a que los chiquilines fumen porro es un conservador, un retrógrado, un facho.

Hace unos días, el músico uruguayo Nacho Obes subió un inocente tuit que decía que pasó caminando por la puerta de un liceo y vio a los estudiantes “de 14, 15 años, fumando faso literalmente”. Agregó: “Son niños. ¿Estoy loco o algo anda muy mal?” Obviamente, el cambalache de Twitter le respondió que su mensaje tenía “poco rock”, que era un “ingenuo” y un “rockero de derecha”…

Ya sé que no puede equipararse una droga blanda con otras mucho más peligrosas, como la cocaína. Pero la cabeza culposa respecto a poner los puntos sobre las íes en estos temas es exactamente la misma.

Aplaudimos al expresidente Tabaré Vázquez por haber puesto un freno al tabaquismo en el país, pero damos por hecho que el Estado nada puede hacer para apartar a los adolescentes de la humareda enervante del porro o el paraíso artificial del éxtasis. ¿Tan difícil es explicar fuerte y claro los riesgos a la salud que producen estas sustancias? ¿Vamos a seguir vendiendo cannabis recreativo mucho tiempo más en los mismos lugares donde se expenden medicamentos, bajo el esmerado patrocinio del Estado?

No estoy hablando de derogar la ley, pero sí liberar esa actividad de su insólita estatización y que el Estado cumpla con la misión que verdaderamente le compete, consistente en educar a la población sobre los riesgos del consumo y cuestionarlo sin cortapisas.

Liberales a ultranza y progres biempensantes coinciden en combatir el paradigma de la represión. Bien, concedido. ¿Pero eso significa renunciar a las campañas de concientización contra el consumo? Si tanto nos alarman las cruentas guerras entre bandas de narcotraficantes, ¿no habrá llegado el momento de dar pasos audaces para cortar la demanda? ¿No será hora de explicarle al chetito que encarga unos gramos de merca a su dealer, que esa bolsita que le venden está salpicada de sangre de chiquilines como él, que por su desvalimiento sociocultural caen en la picadora de carne del narcotráfico?

Desde todo punto de vista, comunicarlo así me parece mucho más eficiente y justo que recomendarle que “tome poquito”.

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