Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Como chinches

Todo aquello que destruya nuestro Estado desde dentro, hay que aplastarlo como chinches. Un gran número de esas chinches se encuentran en la cultura y el arte”. Así, picado grueso, se expresó el vicepresidente del comité de Cultura del parlamento ruso, Dmitri Pevtsov.

Para más datos, a su cargo político el hombre agrega los de actor y cantante (!). Es uno de los ejecutores del Grupo de Investigación de Actividades Antirrusas en la Esfera de la Cultura, que tiene como objeto, “crear un frente cultural contra la influencia extranjera”.

Con involuntario humor negro, el publicista Alexéi Volinets declaró en la reunión inaugural del grupo que “necesitamos nuestro propio macartismo ruso, soviético. Hay que aprender del enemigo”. Leerlo me resultó tranquilizador, porque desde la adolescencia vengo acusando a algunos fanáticos de ultraizquierda de macartistas, y por hacerlo, he recibido más de una respuesta carente de cariño.

La realidad puede más que los versos: lo que separa a honestos de criminales no es de qué lado se sentaron en la asamblea nacional de la revolución francesa, sino algo mucho más simple: si respetan la libertad o la aplastan. Macartistas y estalinistas se miman a escondidas porque en el fondo son la misma cosa: un hato de intolerantes temerosos de la libertad, porque saben que si la permitieran, sus paradigmas caerían solos. Es la maldición autoritaria del pueblo ruso, que salta del zarismo al soviet supremo, sin escalas, y de ahí a este personaje siniestro, tan empático con la ultraderecha como nostálgico de la URSS.

Es también la triste seducción totalitaria en que ha caído buena parte de la intelectualidad occidental, tan crítica para denunciar las inequidades del capitalismo y tan ciega a la evidencia de que el estatismo conduce a la pérdida de libertad y la peor desigualdad.

Recuerdo una obra teatral del español Juan Mayorga, Cartas de amor a Stalin. Escenifica la desesperación con que el dramaturgo ruso Mijaíl Bulgákov clamaba contra la censura impuesta por el pérfido dictador del siglo pasado, quien comparte con Mao y Hitler el panteón de los mayores genocidas de la historia. Lo más interesante del texto de Mayorga es que demuestra cómo la censura termina instalándose en el cerebro de su víctima, paralizando incluso su libertad interior.

También me viene a la mente la extensa militancia de Eugène Ionesco contra las persecuciones soviéticas hacia sus escritores opuestos al régimen. No solo eran censurados en su propia patria, sino que además, la organización estatizada de gestión de derechos de autor les confiscaba los ingresos que sus obras generaban en otros países. Tuvo que ocurrir el desastre de Chernobyl y una crisis económica monumental para que tanta obsecuencia y abyección cayeran por su propio peso y se abriera una esperanza de democracia en esa gran nación.

Pero con Putin retroceden otra vez al oscurantismo. En nombre de una supuesta multipolaridad, ofrecen armamentos a satrapías como las de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Y en nombre de “purificar al país de la influencia extranjera”, ahora dicen que no solo amordazarán a sus artistas: prometen aplastarlos como a alimañas. Bien lo dice una de las víctimas de estas persecuciones, el humorista Iván Urgant: “propongo que el comité pase a llamarse Grupo de Identificación de Enemigos de Nuestro Estado”. En ruso, la sigla resultante es Govno (“mierda”).

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