Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Bienvenido Míster Marshall

Las acaloradas discusiones a favor y en contra de “la isla de la fantasía” (como certeramente la definió Martín Aguirre en su columna del domingo pasado), me trajeron a la memoria una preciosa película española de 1953, cuyo título coincide con el que he elegido para esta nota.

Transcurre en un pueblito perdido de España, adonde llega la noticia del Plan Marshall, aquella iniciativa estadounidense destinada a apoyar económicamente a los países europeos que habían sufrido los estragos de la guerra.

Con esa gracia única que tienen los españoles para burlarse de sí mismos (desde La Celestina hasta Almodóvar), la película de Luis García Berlanga parodia las sobredimensionadas expectativas de los habitantes del pueblito, respecto a esa anhelada ayuda norteamericana. Se juntan todos a ambos lados de la carretera para dar a la comitiva un gran recibimiento, pero esta llega en un par de autos lujosos con vidrios espejados y… sigue de largo.

Es el antecedente de lo que los uruguayos Enrique Fernández y César Charlone narrarían en forma magistral en una de las mejores películas de la historia del cine uruguayo, El baño del papa (2007): otra “pasada de largo” que dejó esperanzas frustradas y sueños marchitos.

Hay semejanzas y diferencias entre la polémica en torno a la isla frente a Punta Gorda y estos antecedentes de ficción. La gran semejanza es que esa inversión de US$ 2.400 millones parece demasiado ambiciosa como para que no pase de la etapa de proyecto soñado. La gran diferencia es que acá, los montevideanos y uruguayos en general estamos reaccionando en forma diametralmente opuesta a los personajes de aquellas películas.

Se anuncia una inversión privada que no nos costaría un peso y generaría miles de puestos de trabajo, y le respondemos con esa desconfianza resentida tan nuestra… Que por qué a mí no me avisaron. Que va a ser un agujero negro que se va a tragar a la ciudad. Que va a ser un gueto para ricachones. Que va a despoblar otros barrios. ¡Todo mal!

Hay solo dos argumentos racionales que pueden poner al proyecto en tela de juicio: su impacto ambiental (para medirlo hay una dependencia estatal que se haría cargo en tiempo y forma) y la factibilidad económica de la inversión (que a simple vista parece más que dudosa, pero ¿quiénes somos nosotros para decirle a un privado dónde debería poner su dinero?). No hay mucho más que decir aparte de eso. Si una isla artificial con una cuantas torres daña nuestro “paisaje identitario”, como se ha dicho, habría que definir este rimbombante concepto. En lo personal, lo que a mí me daña los ojos es el cambalache de grafitis vandálicos que enchastra las fachadas de bellísimos bienes patrimoniales, o la escasa o nula influencia que han tenido las corporaciones profesionales para impedir la demolición de obras arquitectónicas de inmenso valor cultural.

Si para algo sirve esta secuela yorugua de “Bienvenido Míster Marshall” es para desvelar en forma cruda y descarnada un par de características de nuestra idiosincrasia de pueblo chico. La primera: esa facilidad extraordinaria que tenemos para la todología. Aunque no tengamos la más remota idea del proyecto, alcanza con que miremos un bocetito y leamos tres líneas para posicionarnos en la vereda de enfrente y tirarle munición gruesa.

La segunda (y a mi juicio, la más grave): ese odio visceral que nos carcome por los “ricos”. Supongo que debemos heredarlo del concepto de “rosca oligárquica” que agitaba la izquierda en los años 60 y que la actual intenta reflotar para posicionarse en una pureza pobrista, entre marxistoide y franciscana. Pero es una postura tan exageradamente arraigada que, sinceramente, no llego a comprenderla. Escuché decir a un funcionario departamental que sería mejor que los ricos se fueran a vivir a un barrio privado en San Pablo y vinieran a nuestro país en helicóptero. A mí me hace gracia, porque soy un tipo de clase media que trabaja desde los 14 años y nunca me dio ni por admirar ni por despreciar a los ricos: simplemente tuve y tengo prioridades distintas en la vida a la de ganar plata, y ni me arrepiento ni me enorgullezco de ello. Lo que me parece buenísimo es que haya gente que invierta en el país, genere puestos de trabajo y oportunidades de desarrollo económico. Nunca se me ocurriría echarla. ¿Y qué es exactamente lo que proponen esos otros, idealistas detractores del capitalismo? ¿Expropiar los bienes de producción y consagrar la dictadura del proletariado? ¿Por qué no lo hicieron cuando fueron gobierno, y en su lugar habilitaron todo tipo de inversiones extranjeras? ¿Qué es todo este doble discurso? ¿Cuándo van a dejar de declamar aspiraciones maximalistas para la tribuna?

Tarde o temprano tendremos que hacer algo para revisar esta aversión nacional al éxito material, anclada tal vez en literatura ciertamente influyente, como la de Benedetti y Galeano, pero que no se compadece con la realidad de un mundo donde las utopías de izquierda se disolvieron en totalitarismos sanguinarios.

Reportar error
Enviado
Error
Reportar error
Temas relacionados