Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

Bananas

Se acuerdan de Maurizio Cattelan, el pintoresco artista italiano que vendió por 120.000 dólares una obra que consistía en una banana (verdadera) pegada a una pared con cinta pato? Volvió a ser noticia.

La Diaria informó hace unos días que acaba de salir airoso del juicio que le entabló un escultor francés, Daniel Druet, a quien Cattelan había contratado en distintas oportunidades para que le realizara esculturas hiperrealistas de cera. El demandante fue quien ejecutó obras a pedido del italiano, que como bien dice el cronista del diario colega fueron “fundamentales para la consolidación de su fama”: en una se muestra al papa Juan Pablo II derribado por un meteorito (“La Nona Ora”) y en la otra a Adolf Hitler arrodillado (“Him”). Vale la pena googlearlas, son realmente impactantes. Lo interesante es que el bueno de Druet se hartó de que Cattelan se llevara todos los aplausos (y dinerillos) por esas obras, con el agravante de que dos importantes galerías parisinas las expusieron sin siquiera incluir su nombre. Pero el reclamo, que ascendía a 4,5 millones de euros, le salió tan mal que él mismo fue condenado a pagar los costes de la defensa de su demandado.

Decenas de coleccionistas franceses se pronunciaron en apoyo de Cattelan, argumentando que un fallo adverso hubiera significado “el fin del arte conceptual en Francia”.

No importa que el italiano reconozca que no sabe pintar ni esculpir. Tampoco se tuvo en cuenta que según Druet, las “instrucciones” dadas por él fueron vagas. En el delirante mundo del arte conceptual, si yo, que no sé dibujar ni el sol de la bandera, contrato a gente como Hogue, Larroca o Arotxa para que concreten una de sus maravillosas obras a partir de mi “idea”, resulta que puedo exponer el trabajo como mío. La verdad es que me parece totalmente absurdo. Trasmití mi indignación a un amigo experto, quien admitió que Mattelan es un comerciante, pero igual reivindicó el derecho del artista conceptual de contratar a colegas para que realizaran sus ideas, en la medida que fuera el responsable del concepto y la puesta en escena de la obra (por ejemplo, a la notable escultura del papa aplastado por una piedra, Mattelan le agregó unos vidrios rotos alrededor). A mí sigue sin cerrarme…

Y más cuando la misma crónica informa de otro juicio que enfrenta este simpático embaucador. Resulta que un artista estadounidense, Joe Monford ya había publicado en redes sociales, allá por el año 2000, una obra que consistía en una naranja y una banana pegadas a la pared con cinta pato. Vean el surrealista dictamen del juez Robert Scola: “La pregunta de si una banana pegada a una pared puede ser arte es más metafísica que legal. Pero la pregunta lega ante el tribunal podría ser igual de difícil: ¿alegó con suficiencia Morford que la banana de Cattelan infringe su banana?” (sic).

Intento creer que lo que motiva al artista italiano no es el nonsense de su fruta encintada, sino justamente la capacidad de que esta motive pronunciamientos jurídicos así de ridículos... Todo bien con el dadaísmo y el primer surrealismo, con aquella exposición parisina en que los escultores repartían martillos para que los espectadores destruyeran sus obras. ¡Pero de eso ya pasaron más de cien años, muchachos!

Lo grave es que el ilimitadamente frívolo mercado actual del arte premie estas estupideces con cifras astronómicas, mientras se mueren de hambre creadores geniales con menos marketing. Ay, la oferta y la demanda…

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