OPINIÓN

Institucionalidad y Estabilidad Macroeconómica en Uruguay

Los cambios institucionales aplicados en el campo fiscal son la mejor garantía de que no habrá “carnaval electoral” 2024 y de que el gobierno siguiente recibirá las cuentas debidamente ordenadas. 

Foto: El País
Foto: El País

En estas últimas semanas, varios colegas han estado dando sus impresiones acerca de los resultados que ha tenido el país —así como sus perspectivas a corto y mediano plazo—, en dos de los aspectos centrales que hacen a la estabilidad macroeconómica. Me refiero a la solvencia fiscal y a la inflación.

Nunca está de más remarcar la importancia que tienen estos aspectos en el desempeño económico general, tanto en lo referido a propiciar un marco que genera condiciones apropiadas para un mayor crecimiento, así como en cuanto a una mejor distribución del ingreso y la sostenibilidad de las diversas políticas que implican gastos del Estado (desde la Seguridad Social, pasando por la educación, la salud y el resto de las funciones tradicionales que debe cumplir en materia de defensa, orden público, administración de justicia, etc.).

Hoy resulta relativamente sencillo mostrar los efectos perversos que provoca en un país, no respetar dichos equilibrios, mirando el drama que viven nuestros hermanos argentinos. Pero para no ser autocomplacientes, es bueno recordar que nosotros mismos pasamos por problemas similares en décadas pasadas, por no haber valorado adecuadamente la disciplina fiscal y monetaria. Incluso, algunos de los problemas económicos y sociales de nuestro presente tienen su origen en aquellos tiempos.

La solvencia fiscal actual

Es incontrastable que uno de los grandes avances que hemos hecho en las últimas décadas es la valoración acerca de la solvencia fiscal. Si bien al principio no generó unanimidades, hoy parece que hay un amplio consenso acerca de la importancia del manejo fiscal responsable para el país, al menos en lo referido a la renuncia a financiar déficit con emisión monetaria, que se plasmó en la primera Carta Orgánica del Banco Central a mediados de los años ´90. Sin embargo, eso no nos liberó de algunas prácticas políticas inapropiadas, que periódicamente generaron riesgos en este campo. Me refiero al fenómeno que, en criollo, se conoce como “carnaval electoral”, lo que en buen romance implica que el gobierno de turno incrementa el gasto público (o reduce impuestos) en la última parte de su mandato, con el objetivo de obtener réditos (o no pagar costos) político-electorales de corto plazo, sin reparar si con ello arriesga la sostenibilidad fiscal, por lo que puede implicar a mediano y largo plazo un crecimiento peligroso —por insostenible— del endeudamiento público.

La tentación es grande. ¿Cómo mitigarla? Ya hace tiempo que la ciencia económica ha incursionado en este tema, denominado “inconsistencia temporal” por Kidland y Prescott en el primero de sus trabajos publicado en 1977. Desde entonces, las propuestas de mitigación se han concentrado en reformas de carácter institucional, que han evolucionado hasta llegar a lo que hoy conocemos como “reglas fiscales”. Ese conjunto de reglas se plasma en leyes que limitan la discrecionalidad del gobierno de turno, precisamente para que sus decisiones presupuestales no pongan en peligro la sostenibilidad a largo plazo.

Uruguay tuvo su primer antecedente en una regla que ponía un techo al endeudamiento público durante el primer gobierno frenteamplista. Pero esa regla, más allá de problemas de diseño notorios (v.g. no tenía en cuenta el ciclo económico y sus efectos sobre el resultado fiscal), fue varias veces flexibilizada de manera had hoc, lo que la desvirtuó. La situación de déficit a principios de 2020 en torno a 5% del PIB y la presión al alza que ya venía experimentando la deuda/PIB, son una muestra elocuente de lo anterior.

El nuevo gobierno avanzó significativamente en el terreno de las reglas fiscales e incluyó una nueva institucionalidad inspirada en las experiencias exitosas a nivel mundial, la que incorpora tres reglas que deben cumplirse simultáneamente (nivel de gasto, déficit y deuda), así como la creación de dos órganos independientes de carácter técnico como el Consejo Fiscal Asesor y el Comité de Expertos. Estos órganos —y la calidad de sus integrantes— proporcionan un marco conceptual y de estimaciones confiables, que están fuera del control del propio gobierno, por lo que es muy difícil hacerse trampas al solitario en este ramo. En paralelo, instrumentó una serie de reducciones de gasto equivalente a 2 pts. del PIB, logrando de esa forma poner de nuevo las cuentas fiscales y la deuda en niveles razonablemente sostenibles.

Algún desconfiado podrá decir que una ley se mata con otra ley y es cierto. Pero es tan cierto como que el sistema político asumió que esta era una buena decisión que formaba parte de las promesas electorales, la que fue ratificada por la ciudadanía vía referéndum. Desde mi punto de vista, el gobierno actual tiene solo cosas para perder si no la respeta y la oposición —que no la acompañó e intentó derogarla— se aprovecha de ella porque si vuelve a ganar el gobierno, sabe que es poco probable que le entreguen las cuentas fiscales en mal estado. Y por fuera de contiendas y cálculos electorales, hoy el país duerme más tranquilo.

A lo anterior debe agregarse el proyecto de reforma jubilatoria, que entre otras cosas apunta a una transición bien orientada, en el sentido de ir reduciendo las necesidades de más y más recursos fiscales a futuro para sostener el régimen actual, que estaba en trayectoria insostenible.
Por lo tanto, desde mi punto de vista, los cambios institucionales en el campo fiscal son la mejor garantía —a la Kydland y Prescott— de que no habrá “carnaval electoral” en 2024 y de que el gobierno que asuma en 2025 recibirá las cuentas fiscales debidamente ordenadas. Dicho esto, no puedo negar que seguramente existirán tentaciones carnavaleras —siguen siendo políticamente entendibles— pero la institucionalidad descrita parece lo suficientemente sólida como para evitar repetir los errores recurrentes del pasado. A fines de 2024 sabremos si se logró el objetivo.

La estabilidad de precios

Como mencioné más arriba, el país también progresó en el campo institucional de la política monetaria desde la aprobación de la primera Carta Orgánica del BCU, al impedir o limitar severamente la posibilidad del financiamiento monetario al fisco. Esta reforma institucional evitó el desborde inflacionario, incluso en el peor momento de la crisis de 2002, cuando algún analista llegó a afirmar que de última y si no había otro remedio, se podía volver al financiamiento fiscal con señoreaje.
Afortunadamente las soluciones fueron por otros rumbos.

Pero la reforma institucional del Banco Central se quedó a mitad de camino. El síntoma más claro de ello es el magro desempeño inflacionario que hemos tenido desde que abandonamos el uso del señoreaje como fuente de financiamiento, exhibiendo de manera constante compromisos de inflación laxos en la comparación internacional con nuestro modesto rango-meta, hoy en su mejor expresión relativa (3%-6%), acompañado por un incumplimiento pertinaz y predecible de resultados inflacionarios por encima de dicho rango. Tan pertinaz y predecible que dio lugar a otra criolla expresión que cataloga la verdadera intención de los gobiernos de turno: “la zona de confort” inflacionaria. Entendiendo por eso que los gobiernos se sienten cómodos aunque se incumpla la meta, siempre y cuando la inflación no supere el 10%.

¿Por qué digo que la reforma institucional se quedó a mitad de camino?
Volvamos de nuevo a Kydland y Prescott. Un gobierno puede prescindir del financiamiento monetario porque hay reglas institucionales que se lo prohíben, pero si logra controlar las acciones del banco central puede obtener otros réditos también vinculados a su suerte político-electoral. En efecto, la potencia de la política monetaria sobre el canal de la demanda agregada puede ser utilizada para tratar de sostener a corto plazo la actividad y el empleo en niveles altos, a pesar de que ello tenga un costo inflacionario a mediano y largo plazo. Es una inconsistencia temporal, porque implica renunciar a tener una inflación baja y estable con tal de incrementar la probabilidad de ganar las elecciones y mantenerse otro período en el poder.

Tan arraigada está esta idea que, la semana pasada, mi colega e integrante del Consejo Fiscal Asesor Alfonso Capurro hacía un comentario extremadamente elocuente sobre esta inconsistencia en una entrevista en El Observador: “…Y para marzo (2023) la inflación convergería a 8% y con ello “probablemente” la autoridad monetaria “deje de subir la tasa”, dijo. Sobre este punto, el economista expresó que si se le pregunta a los técnicos del BCU “ellos quisieran dar un golpe adicional para llevar la inflación a 6%”. Y si se le pregunta a un presidente o ministro va a decir: ‘¿Quién me votó para bajar la inflación a 6%? Nadie’.”

Y como todos sabemos, las decisiones del BCU son tomadas por un Directorio político, donde el gobierno de turno tiene asegurada una mayoría. Por lo tanto, las decisiones en última instancia no se toman con base en el mandato legal del banco, sino en el interés del gobierno.
Vale la pena agregar que, en dos instancias parlamentarias, se discutieron proyectos de ley que intentaron darle al Banco Central la autonomía que necesita para completar una reforma institucional. La primera fue en oportunidad de la discusión de la primera Carta Orgánica en los ´90. La segunda ocurrió en el tempranero proyecto enviado al Parlamento por el entonces ministro Danilo Astori en 2005. Ambas naufragaron.

Para ilustrar mi visión sobre la necesidad de darle autonomía al BCU, vale recordar que el nuevo gobierno asumió con la promesa de bajar la inflación a niveles internacionales. En efecto, en la Ley de Presupuesto se proyectaba llevarla a 3,7% para 2024, lo que hubiera constituido un verdadero hito en nuestra historia macroeconómica reciente. Más aún, recién asumido el nuevo Directorio, el banco publicó un trabajo del que el Presidente Labat es co-autor denominado “Hacia una moneda de calidad” donde se exponía la voluntad de bajar la inflación, de perfeccionar el manejo de Metas de Inflación mediante varios instrumentos que le darían mayor transparencia y objetividad a la política monetaria, así como la necesidad y conveniencia de darle mayor autonomía al banco para lograr esos objetivos.

Asimismo, si bien esta reforma institucional no estaba en el Plan de Gobierno de la Coalición, sí figuraba en el Programa del Partido Nacional, donde se expresaba con total claridad una propuesta de cambios de gobernanza del BCU orientados a darle mayor independencia del gobierno como medio para asegurar la “prioridad a la reducción de la inflación”.
Como he analizado en una nota anterior, la primera parte de la partitura se ejecutó bien, pero no hubo iniciativa alguna para completar la reforma institucional que requiere el país en materia monetaria.

Transcurrido el tiempo por el impasse de la pandemia y llegado el momento de atacar a fondo la alta inflación y falta de credibilidad endémicas en la meta, el BCU encaró una estrategia muy gradual de suba de TPM con la esperanza de anclar las expectativas rápidamente y con eso reducir a futuro la necesidad de ser agresivo, con todo lo que ello implicaría en términos de costos en actividad y empleo (el “ratio de sacrificio”, como se le llama). La estrategia no funcionó.

Y en lugar de asumir que debería ser más agresivo, se mantuvo el rango-meta, pero en los hechos se relajó la proyección desde 3,7% a 5,8% para 2024. El síntoma más claro de que la instancia contractiva podría llegar a ser insuficiente incluso para entrar “raspando” al rango, está en el último comunicado del Copom. Ahora el BCU dice que luego de la suba de TPM en diciembre próximo se estaría llegando a un nivel suficiente como para llevar a la inflación y las expectativas al rango. Todo ello a pesar que las expectativas de inflación —antes calificadas de rígidas y ahora devenidas en flexibles al alza— parecen haber perdido la importancia que tenían para el éxito de la política.

Con estas decisiones, el BCU (el gobierno) está renunciando a proveer una moneda de calidad como la que prometió. Por añadidura, deja de lado sus aspiraciones de reducir significativamente la dolarización de la economía que tanto daño le ha hecho al país y, a la postre, deja pasar la oportunidad de contribuir a elevar nuestra magra tasa de crecimiento económico.

Quizás en el futuro aparezca otro proyecto de ley para completar la institucionalidad necesaria para la estabilidad de precios con autonomía del BCU. Quizás la tercera sea la vencida. Ojalá.

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