OPINIÓN

Consecuencias de las elecciones de Estados Unidos para el resto del mundo

Hace décadas que no estamos en el radar de las sucesivas administraciones estadounidenses.

Foto: Reuters
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El resultado electoral en los Estados Unidos es siempre un hito por sus reverberaciones, tanto en su plano doméstico como sus efectos potenciales sobre el resto del mundo.

La ajustada victoria del Presidente Biden confirma la existencia de un electorado dividido en mitades, que en esta instancia se vio estimulado a expresarse con asistencia record a las urnas a pesar de que el voto no es obligatorio. Ello muestra que la política comenzó a permear en una ciudadanía tradicionalmente apática, más preocupada en resolver sus propios problemas que embanderarse detrás de candidaturas presidenciales. Más aun cuando en la contienda se enfrentaron dos estilos de hacer política. Uno ríspido e impredecible, encarnado en la figura del Presidente Trump, que hacía prever un desgaste de su figura como candidato, a lo cual se agregó su error político en cómo enfrentó la pandemia, lo que facilitaría a su contrincante ganar fácilmente las elecciones. Así lo vieron muchas encuestas, y así lo vio también el candidato Biden.

Pero la realidad fue diferente. La nación norteamericana de corte rural sigue desconfiando de la agenda progresista del Partido Demócrata, que es más afín a quienes habitan en las ciudades. El resultado también mostró que la diversidad étnica de los votantes no es sinónimo de progresismo político. El voto latino hizo caudal en varios lugares a favor de Trump, dándole la victoria en el estado de Florida, poblado de latinoamericanos disidentes de los regímenes neo-izquierdistas de nuestra región como Venezuela. En su mayoría, ciudadanos de a pie que fueron expulsados por la situación de su país de origen y que temen toda propuesta que pueda tener alguna similitud con cualquier forma de socialismo de corte populista.

El Congreso siguió dividido, con el Senado en manos del Partido Republicano y la Cámara de Representantes en las de su adversario. Todo lo cual asegura trabazón política para el nuevo gobierno, en momentos en que la sociedad luce fracturada y necesita más que nunca del bálsamo de un sistema político que le aporte soluciones.

Cabe preguntarse cuáles serán los efectos sobre el futuro económico de ese país. En realidad es prematuro dar una buena respuesta. Si se analizan las políticas económicas concretas de la administración Trump, se observa que su rebaja fiscal a pesar de los anuncios fue menor al 1% del PIB, muy inferior a la del presidente Reagan y la de la administración del primer Bush. La política proteccionista para enfrentar a China tampoco dio dividendos significativos en la generación de empleos. Los puestos de trabajo creados, lo fueron gracias a la enorme expansión del gasto fiscal y monetario, hechos inéditos en su historia moderna, generados por el letargo económico global de los últimos años y acelerado por el combate a los efectos contractivos que indujo la pandemia.

De todos modos fue un cambio hacia una postura macroeconómica expansiva, que abrazó a todo el mundo desarrollado. El tema de cómo seguir no estuvo considerado en el debate electoral, lo cual pronostica que no habrá cambios sustanciales en esa materia. En realidad no se sabe a ciencia cierta cuándo y cómo termina este nuevo modelo común en todo el mundo industrializado.

Aunque el Partido Demócrata presenta una retórica más educada en temas internacionales respecto a la del Presidente Trump, en estos temas no deben confundirse las formas o los modales con el contenido de la estrategia.

El siglo XXI, en sus apenas dos décadas de vida, es el mojón de un nuevo orden internacional que dejó obsoleta a una institucionalidad heredada de la segunda guerra, que ayudó como nunca al crecimiento de un mundo hastiado de la destrucción de la guerra. Pero era un modelo para medio mundo, pues quedaban afuera el imperio soviético y China con su mundo adyacente. Desaparecido el primero, cuyo impacto se fue contrabalanceando con la emergencia de China, el mundo quedó surcado de nuevas relaciones de poder, donde Estados Unidos se vio obligado a aceptar que el eje geopolítico del mundo se había inclinado hacia Oriente.

De esta nueva correlación de fuerzas perdió valor la Alianza Atlántica con Europa, en la que a su vez el país líder, Alemania, comenzó a derivar su potencial exportador y capacidad de inversión hacia el mercado chino, convirtiendo a Oriente en una pieza fundamental de su actividad económica. De alguna manera, eso le hizo perder relevancia relativa a la Unión Europea como su único mercado relevante, para convertirlo más en una alianza política que defiende valores comunes y asienta la estabilidad política entre sus socios.

Esta nueva realidad internacional, aun en formación, es fuente de reacomodamiento y tensiones entre países con intereses globales como China y EEUU. El día a día entre ellos puede ser distinto, pero la estrategia de Estados Unidos referida a esa realidad será la misma. Basta recordar los intentos del acuerdo Transpacífico de la administración Obama que Trump hizo naufragar, que tenía como objetivo final segregar a China del comercio preferencial de los países ribereños del Pacífico. Podrá cambiar el tono de los argumentos, pero los fines fueron y serán los mismos: neutralizar el apogeo de China.

Corresponde preguntarse qué esperar para nuestro continente. Creo que poco, pues desde hace décadas no estamos en el radar de las prioridades de las administraciones norteamericanas, por varias razones. Primero, no somos relevantes como mercado comparado con la profundidad que muestran otras aéreas del mundo. Segundo, como proveedores de insumos se erosionó su relevancia. El principal recurso estratégico del continente, el petróleo, perdió valor en el largo plazo por la aparición de fuentes energéticas renovables y la capacidad de Estados Unidos en lograr la autosuficiencia y pasar a exportar petróleo. Tercero, como lugar para afincar inversiones en manufacturas, no ofrecemos niveles de competitividad como los que ofrece el mundo asiático. Y por último, las regiones templadas productoras de alimentos le compiten directamente en el principal mercado importador del mundo en esos rubros: China.

Finalmente, las reacciones sobre la inestabilidad política del continente y sus crisis económicas estarán signadas por la indiferencia, más allá de las declaraciones de estilo. Y vista la experiencia reciente ante los hechos de Venezuela, todo queda, felizmente, en la retórica y anuncios altisonantes. Su postura ante las crisis económicas latinoamericanas es que no ameritan ayudas especiales más que los consabidos programas con el Fondo Monetario. Por todo lo señalado y lo dicho en la campaña electoral, sería impensable esperar programas de alivio de endeudamiento (Plan Brady) como los que hubo en los noventa del siglo pasado.
Por tanto, más allá de los estilos, es de esperar más de lo mismo.

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