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Un día de clase en una escuela rural

Para el Día del Niño Revista Domingo visitó una escuela en la campaña de Florida. Allí la niñez es correr, investigar el mundo y pasar tiempo con amigos.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
La huerta es la actividad preferida de los alumnos de la Escuela N°50. Foto: Darwin Borrelli

Son las tres de la tarde y el salón de una escuela rural de Florida huele a cilantro. Las sillas están por todos lados, vacías. La estufa a leña, que aguantó todo el día con el empuje del mismo tronco grande, se achaca. Hay restos de pintura en todo. Hay azul, rojo, anaranjado, celeste en los emojis pintados en pentágonos de papel que secan en las mesas. Y las mesas también están pintadas, y el piso; y antes de que se fueran, también estaban manchados los niños. En manos, narices, uñas y mentones de los más distraídos o de los que se pincelaban adrede.

Son las tres de la tarde y el salón está en silencio. Afuera, sin embargo, se escuchan gritos. Algarabía de niños que corren por un patio inmensamente verde. Hay una pelota en el medio. El tiempo de estar con los amigos, charlar, reír, correr de a dos o de a tres o de a diez, es ese. Después en casa, salvo por los que son hermanos, no hay más niños. Las casas más cercanas están a kilómetros y las “juntadas” son programadas.

En la vida rural las distancias son otras. Como los vecinos, los amigos viven lejos y la escuela es el lugar de encuentro. “De ser amigos”, dice Diego, de ocho años. Porque ser niños, para ellos, es eso. Pero también “jugar y no pelearse”. “Es compartir las cosas”, agrega Cintia, de seis. Para Pía (7) es jugar con sus amigas: “Y con mis perros. Tengo dos, Teo y Thor”, y confiesa que cuando abre la ventana del cuarto, Teo salta por la pared y le da un “besito”. Para Agustín, ser niño, es jugar al fútbol y andar a caballo. Hace unos días, fue el desfile de Los Patricios en Florida y todos hablan de eso. Pía dice que, a veces, también anda a caballo. Y Cintia, que cada tanto va al galope para ayudar en el embarcadero aunque es cerquita. “A veces, los domingos o los sábados de vacaciones me pongo a andar a caballo con papá”.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
La maestra Lidia, y la practicante Clara con 13 de sus 16 alumnos de la escuela. Foto: Darwin Borrelli

A la escuela no llegan a caballo. Les gustaría. Pero los dejan de pasada sus padres o abuelos. Los que viven más cerca caminan o van en bici. Y así, con frases cortas, risas tímidas a lo primero y confianza después, los niños cuentan a Revista Domingo cómo es un día con ellos, en una de las 1090 escuelas rurales del país.

La Escuela N°50 de Florida

Hay un camino de tierra clara; casas, algunas. Pasos de agua que si se llenan trancan el camino corto. Eucaliptos, y un paisaje plano en un verde que, a pesar del invierno, es intenso. Chilcas, árboles de monte. A siete kilómetros de Mendoza Chico, por ese camino que se llama 31 De Marzo, hay una jirafa de madera, hay hamacas y canteros hechos con neumáticos y un tobogán. Todo en colores. Flores anaranjadas, astas de banderas que todavía están vacías, y que una alumna izará más tarde. Hay, además, una casa que parece pequeña, de ladrillo a la vista y techos bajos, es la escuela del Paraje 31 De Marzo.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
El enfoque de la educación rural es multigradual. Foto: Darwin Borrelli

Lidia Rosales, la maestra directora de la escuela, es la primera en llegar. Prende la bomba de agua, abre la escuela y calienta el salón con la estufa a leña, porque está convencida de que, “como ese calor no hay”. No vive muy cerca, es de la ciudad de Florida, pero después de un viaje en ómnibus, de unos mates en Mendoza Chico y de siete kilómetros en moto, está ahí.

“Los niños de la escuela rural son sanos. Cariñosos, afectivos. Es como la esencia del niño y yo soy así, alegre, por trabajar acá”. Hace diez años que trabaja en el mismo lugar.

La escuela va a cumplir 106 años, pero no estuvo siempre en el mismo lugar. Antes, estaba en la zona de Fray Marcos, pero se quedó sin niños, sin la esencia, y la trasladaron al Paraje 31 De Marzo. “El traslado fue hace 42 años. En la zona había muchos monteadores talando árboles del río Santa Lucía, y sus hijos”, cuenta.

En la pieza pensada para la dirección, al lado del comedor, no hay prácticamente nada. Un escritorio viejo, juguetes, algunos peluches, los libros de cuentos que los niños toman en el recreo. Pegado, está la piecita que antes era el cuarto de la maestra. De eso, queda un placard blanco y rosa con útiles adentro, más libros, y muebles que arriba están llenos de cajas con tubos de ensayo, mecheros, un mortero. “Ahora este es el laboratorio. No tenemos muebles adecuados todavía, por eso dejamos todo en caja, para que esté protegido”, explica Lidia.

En la mitad de la charla se abre la puerta chica de chapa azul. De gorro de lana rosa y pompón, entra Cintia. Puntual a su hora de costumbre. Es la que vive más lejos, a 11 kilómetros por el Camino de las Tropas. Por lo general viaja en moto con su madre. Esta vez vino en camioneta porque la escuela rural, o por lo menos esta, se trata de comunión, solidaridad y ayuda entre todos, y la mamá de Cintia, trajo leña para que los niños no pasen frío.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Cintia es la primera alumna en llegar a la escuela todos los días. Foto: Darwin Borrelli

Después de bajar los troncos entre los que están, Lidia prende la estufa y Cintia acomoda las sillas: verde, amarilla, rosada, rosada de nuevo, azul, amarillo. Y así sucesivamente. Cintia sabe en qué lugar y en qué color se sienta cada uno de sus 15 compañeros. Lidia comenta que ese día, porque están enfermos y hace mucho frío, hay tres alumnos que no van a estar. Ni Marilyn, la única de cuarto año, ni Brandon de primero, ni Axel de jardinera.

Cuando Cintia, o Diego —que vive cerca y casi siempre llega segundo—nombran a sus amigos, no paran hasta enumerar a cada uno de la clase. “Uno Nahuel, otro Brandon, Celeste, Agustín, Marilyn, Mayra, Sofía, Pía, Junior, Manuel, Kiara, Axel y Guillermina y Thiago”.

—¿Todos son amigos?

—Sí, todos.

La integración del entorno escolar

Entre esos 16 chicos hay algunos de cuatro y cinco, otros de seis, de siete, de ocho, y de 12. Como por lo general en la escuela rural, conviven en una didáctica multigrado. “Se basa en la circulación de saberes, donde los chicos aprenden de los grandes, y los grandes aprenden de los chicos, donde se valoriza el trabajo cooperativo. Y yo creo que la escuela rural es pionera en los formatos que se vienen hablando hoy en día”, afirma Lidia.

Hoy se habla del quiebre de grupo, de los proyectos de ciclo, pero la escuela rural lo ha vivido a lo largo de su historia. “Nosotros si tenemos un alumno de segundo, pero en matemática puede rendir a nivel de cuarto, lo ponemos en cuarto, si en lengua no rinde tanto, lo podemos poner a nivel de primero, por ejemplo. Pero siempre buscamos potenciar al alumno. Al ser menos, y conocerlos más, se establece otro tipo de vínculo”. Celeste, por ejemplo, tiene retraso general de crecimiento, le encantan las matemáticas, le cuesta más escribir, pero escribe. “La escuela rural siempre fue pionera en inclusión, y siempre apuntamos al crecimiento de cada uno”.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Al lado del invernáculo, la maestra les delimitó una zona para jugar al fútbol . Foto: Darwin Borrelli

Así, entre el quiebre, la integración y el compañerismo son las tareas, y así, con esos pilares, son los recreos y los almuerzos. A Cintia le gusta jugar a la pelota con Diego, Thiago, Agustín y Nahuel. La maestra les delimitó una cancha al lado del invernáculo. Junior y Manuel juegan con un auto azul. Sofía y Mayra, de sexto, dibujan. Sofía hace normalmente princesas, y Mayra le pide que le haga una en su cuaderno. Adentro, al lado de la estufa, Clara, la maestra practicante, crea collares y pulseras con Pía y Guillermina. Celeste sirve té o lee o charla con todos.

Un espacio que funciona con la solidaridad y el compañerismo

Cuando llega a clase, uno de los niños trae un bidón de leche para la escuela. Otra, trae leña para la estufa del salón. Cada día le toca a uno de los niños ayudar a Gabriela, la auxiliar, a servir la comida. Mayra, de sexto e hija de Gabriela, la ayuda a recoger las verduras de la huerta en la que trabajan en clase, para la comida del día.

En el terreno de la escuela, montaron la estructura de un invernadero. Una empresa local les regaló el nylon para cubrirlo, y ahora esperan ayuda de padres y de un cuartel para colocarlo. Así, con la familia, pintaron las paredes. Un colegio de Montevideo les regaló todos los instrumentos de ciencias. Y hay una abuela que va cada tanto a para hacer manualidades con los chicos.

El día de la visita, hay madres preparando hamburguesas para una fiesta que tienen al otro día en otra escuela.

“La escuela es el centro social y cultural de la zona entonces, le dan mucha importancia, y a la tarea del maestro, más valorado que en la zona urbana. Ha cambiado la ruralidad, pero dentro de todo se sigue manteniendo ese respeto por el quehacer del docente”, cuenta Lidia.

En todas las habitaciones hay ventanas grandes. Muy grandes. Por esas ventanas, se filtran los rayos de un sol, que aunque de agosto y con nubes, asoma cada tanto y calienta el salón a la par de la estufa a leña. En la pared hay un aire acondicionado pero no se nota, porque ahí, en esa escuela que más parece una casa cálida que una institución inmaculada, la naturaleza puede más. Porque ahí, en esa casa de colores alegres y de imágenes de Artigas por doquier, la relación con el otro, y con el contexto, es más fuerte.

Trabajar con los sentimientos

Cuando empieza la clase, Sofía escribe la fecha en inglés en el pizarrón. Today is Tuesday thirteen of August. Como en casi todas las tareas rutinarias, le toca un día a cada uno. Los de jardinera hacen un ejercicio de cuentas y números con recortes de dominó. Los de primero, ponen la fecha en el cuaderno y debajo escriben una noticia. Que es cualquier cosa del día anterior que le quieran contar a la maestra. “Ponemos ‘ayer’ y contamos”, enseña Pía, que escribió “Mi mamá me despertó muy temprano”. Junior puso que miró dibujitos. Cintia que fue a Florida y se cruzó a Sofía y Nahuel, son hermanos, en la estación de servicio; al lado tiene su abecedario pintado.

Lo que importa, afirma Lidia, es que aprendan a relacionar la escritura con algo afectivo, con lo que sienten: “Hay una frase que dice que no le sirve de nada al niño saber dónde está Júpiter en el universo si no sabe colocar sus emociones. Y es así”.

Es uno de los proyectos del año, que trabajan los de cuarto a quinto grado, “aunque todos metemos mano en todo”. Lo van a presentar al concurso Inca, donde el tema de esta edición es el poder del color.

En una de las paredes verdes está colgada la ruleta cromática emotiva que crearon hace unos días. Los niños definieron qué significa cada color para ellos: el rojo es rabia, el celeste tristeza, el amarillo alegría, el azul tranquilidad, el violeta miedo, el verde relax, el naranja energía y el rosa timidez. Con cada uno de esos colores pintan distintos emojis que luego pegarán en las caras de un dodecaedro que construyen las más grandes.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Para los trabajos de arte, los grupos intercalan edades. Foto: Darwin Borrelli

“A mí me da tranquilidad estar en la piscina”, responde Pía, que pinta una cara con color azul. “A mí me hace llorar Peñarol. Porque soy de Nacional”, dice Thiago, de cinco, que le tocó el celeste. La escuela que gana el concurso se lleva pintura para el local. Así pintaron todo, con la ayuda de los padres, hace tres o cuatro años atrás. “La maestra lloraba de emoción”, recuerda Mayra, “y Lucas, un amigo que ya se fue, tiró una mesa”.

El espacio para hablar y que se escuche está siempre. En el almuerzo, el silencio respetuoso para comer solo se rompe para pedir repetición, agua, pascualina o galletitas, y para contar otras noticias. Para eso, hay que levantar la mano y los demás deben estar atentos. Junior cuenta que su padre encontró naranjas en el campo, pero que estaban amargas. Pía habla de Teo, su perro. Thiago ríe y dice que Celeste, su hermana, pensó que había visto un fantasma afuera de su casa y se asustó.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Todos los años el programa se articula a través de diferentes proyectos. Foto: Darwin Borrelli

Crecer en la naturaleza

El olor a cilantro es tan fuerte, que los niños dicen se parece a vómito o a zorrillo. Sin embargo, cuando lo arrancaron de la huerta para hacerle lugar a más lechuga y zanahoria, todos pidieron para llevarlo a casa. Saben, o la maestra les explica, que se usa para darle sabor a la comida, y el vínculo de esos niños con el alimento es otra cosa, es sano. “Conocen el proceso, el trabajo que lleva y lo respetan”, cuenta Lidia. Si repiten, tienen que comer todo, o pueden pedir una porción chiquita cuando no les gusta tanto.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Hacen fila para lavarse los dientes, el agua que sobra en los vasos, se usa en los canteros. Foto: Darwin Borrelli

Para cepillarse los dientes hacen fila en el patio y el agua que les sobra en los vasos va a la huerta. Todo se reutiliza. Sacarse la túnica para trabajar y poner las manos en la tierra es su tarea favorita. La naturaleza es parte de otro proyecto del año, para los clubes de ciencia.

El proyecto es hacer un herbario con todos los árboles nativos frutales comestibles que hay alrededor de la escuela y de la zona. Hasta los padres se entusiasman y alcanzan hojas de tasi, tala, mburucuyá, guayabo, anacahuita. Los chicos secan en hojas de diarios y las pegan en el herbario. Las más grandes investigan los usos comestibles y medicinales en internet. Si les da el tiempo y consiguen ayuda, quieren hacer una aplicación con todo eso.

La tecnología es parte de la cosa. Tienen celulares y computadoras en sus casas. Disfrutan de los dibujitos. Pero si tienen que decir algo que los enoja, algo que representa el rojo, es cuando hace frío y no pueden jugar afuera.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Los alumnos y la maestra tienen el saludo de la escuela, que repiten siempre antes de irse de clase. Foto: Darwin Borrelli

Para salir, como antes del recreo, cada uno tiene que responder preguntas. Cuánto es dos más cinco, o nueve por tres, o cómo se llama el arroyo que está cerca, el de los Perros, o el camino por el que vienen a la escuela. Salir de clase es repasar conocimiento e identidad. Después de la respuesta, está el saludo que todos repiten con la maestra: chocan palma derecha, palma izquierda, puño derecho, puño izquierdo, palmas y puños de nuevo. Y ahora sí, las mochilas se van llenas de plantas. En el patio se escuchan los gritos de los que esperan jugando a la pelota, en la cocina las voces de las madres que cocinan para una fiesta del Día del Niño. Terminó el día, los pisos del salón tienen tierra y solo queda el aroma dulzón del cilantro.

Escuela rural 50 del paraje 31 de Marzo de Florida. Foto: Darwin Borrelli
Ese cariño desde hace 10 años

De lunes a viernes Lidia, la maestra, se toma el ómnibus de las ocho menos diez que sale desde Florida, ciudad, hasta Mendoza Chico, la localidad más cercana a la escuela. Se baja en el kilómetro 79 de la Ruta 5 y hace tiempo en la quesería del pueblo, un kiosco que está frente a la parada. Elisa, la muchacha que atiende el comercio, siempre la espera con unos mates y charla. Después, la maestra pasa a buscar su moto en una casa de la zona y así esté frío, o haya sol, viento o lluvia, hace los siete kilómetros hasta la escuela en su pollerita negra y con su casco rojo. Si tiene que cargar algo muy pesado para trabajar con los chicos, algún familiar de la escuela se ofrece para cargar.

Para ella, para Lidia, que por dos años vivió ahí, y hace diez que trabaja, la escuela es como su casa. “La gente es cálida, el maestro es alguien de su familia, yo voy a sus casas, me siento, tomo mate con los padres, con los abuelos, salimos a recorrer.

Muchos creen que el maestro rural es menos capaz, pero es un prejuicio, y estar acá es una vocación”.

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