Atentados contra pinturas famosas

El terrorismo buenista llega a tomar el té

Oscar Larroca cree que estos agitadores, con su manejo ordinario de las falsas oposiciones, desprecian aspectos básicos del sentido.

Tras el atentado contra el Van Gogh
Tras el atentado contra el Van Gogh

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En los últimos meses se han realizado diversos ataques, por organizaciones ecologistas, contra reconocidas obras maestras del acervo patrimonial universal, en una ola que parece no tener fin. La que tuvo mayor impacto mediático sucedió a mediados de octubre de 2022, cuando dos activistas climáticas arrojaron sopa de tomate sobre la pintura Los girasoles, de Vincent van Gogh, en la Sala 43 de la National Gallery de Londres. Las activistas vestían camisetas de Just Stop Oil, una organización ecologista que culpa a los hidrocarburos de las crisis económica y climática. La Galería indicó que la pintura estaba bajo una cubierta de cristal y, por lo tanto, no sufrió daños.

La Just Stop Oil es una organización multinacional que comenzó a actuar públicamente en febrero de 2022 siguiendo la senda del grupo Extinction Rebellion. La institución, si bien tiene abierto un canal de donaciones, se financia principalmente con fondos del Climate Emergency Found, otra organización creada en 2019 en Los Ángeles, según informa el periódico The Guardian. Esta, según señala su página web, ha repartido hasta el momento 4 millones de dólares entre 39 grupos de activistas “valientes y ambiciosos” (sic). También financiaron a la Extinction Rebellion e Insulate Britain. Como se puede observar, en los últimos años grandes fortunas privadas (la “Open Society Foundation” de George Soros, o la “Aileen Getty Foundation” de la nieta del fundador de la Getty Oil Company) inyectan cuantiosos capitales en proyectos aparentemente humanitarios (control de la natalidad, prensa independiente, agenda de género, defensa del medioambiente).

Acciones y objetivos

El neerlandés Van Gogh fue uno de los primeros artistas impresionistas, al igual que Degas y Toulouse-Lautrec, en recibir influencias de los grabados y las estampas japonesas de Hiroshige y Hokusai. Pero más allá de su justificado apropiacionismo (dado que sublimó sus modelos referenciales para convertirse en un artista con identidad propia), fue un autor cuya vida estuvo signada por el sufrimiento y la ironía cruel del mercado. Respecto a esto, el blanco de la acción fue, precisamente, atacar a una obra cuya estimación financiera es astronómica. Al grito de “¿Qué vale más? ¿El arte o la vida? ¿Vale más que la comida? ¿Vale más que la justicia? ¿Les preocupa más la protección de una pintura o la protección de nuestro planeta y la gente?“, se expresó una de las manifestantes, luego identificada como Phoebe Plummer, inglesa, de 21 años. También mencionaron, siguiendo con el manejo ordinario y evidente de las falsas oposiciones, el costo de vida y a “millones de familias con frío y hambre“ que “ni siquiera pueden permitirse calentar una lata de sopa“. La organización Just Stop Oil publicó un comunicado explicando que el objetivo era exigir que el gobierno del Reino Unido detuviera la nueva ronda de licitaciones para la búsqueda y explotación de gas y petróleo en el Mar del Norte.

La acción se produjo tres meses después de que miembros del mismo grupo pegaran papel sobre El carro de heno, de John Constable, en la misma galería. En junio, dos activistas se pegaron a otra pintura de Van Gogh en la Courtauld Gallery, de Londres; argumentaron que se centraron en Los melocotoneros en flor, para resaltar el impacto del cambio climático cuando Provenza, la región francesa que aparece en el lienzo, ardía junto con gran parte del sur de Europa debido a la ola de calor y la sequía. En Italia, dos activistas del grupo ambientalista Ultima Generazione le hicieron lo mismo al vidrio que protege la pintura Primavera, de Sandro Botticelli, en la Galería de los Uffizi, en Florencia. Otras activistas pegaron su mano a un cuadro de Pablo Picasso expuesto en Australia, para llamar la atención sobre la crisis climática. En agosto, otros activistas de la filial alemana Generación Letzte pegaron las palmas de sus manos a los marcos de la Madonna, de Rafael (en la Galería de Pintura de los Antiguos Maestros de Dresde). Hicieron lo mismo con un Poussin (en el Museo Städel de Fráncfort) y con un Rubens (en la Alte Pinakothek de Múnich), entre otras operaciones similares. Igualmente han sido blanco de las protestas las obras Mi corazón está en las Tierras Altas, de Horatio McCulloch en la Galería de Arte Kelvingrove, de Glasgow; y una copia de La última cena, de Leonardo, en la Real Academia de Londres. La ronda de noche, de Rembrandt, y el Guernica, de Picasso, también sufrieron distintos embates.

Hace unos meses La Gioconda, de Leonardo Da Vinci, fue atacada cuando un visitante arrojó tarta sobre la pintura, luego de saltar las barandas de distanciamiento. Mientras la policía se llevaba al hombre a rastras, éste gritó: “¡Piensa en la Tierra! ¡Hay gente que está destruyendo la Tierra!” No fue el primero. La Gioconda tuvo otros ataques en los años 1956, 1974 y 2009. Las protestas eran variadas e iban desde reclamos de mejoras edilicias en el museo para obtener mayor acceso a personas discapacitadas a sus salas, hasta denuncias políticas de diverso origen.

Según la académica polaca Nina Witoszek, su autor, Leonardo da Vinci, tenía un gran aprecio por el medio ambiente, y sus pinturas y escritos trajeron ese amor por la naturaleza a la corriente artística. No obstante, esta información no es relevante pues es menester separar a la obra de su autor, dado que —con el mismo criterio utilizado por Witoszek— se está abonando el relato inverso que sostiene que debe prohibirse la producción simbólica de todo artista que haya incurrido en comportamientos inmorales (violencia, acoso, etc.). En efecto, la pintura debe valorarse “por encima” de las intenciones de su autor, sean éstas nobles (por ejemplo, artistas con conciencia ecológica y medioambiental, antibélica, etc.) o espurias (artistas comprometidos con regímenes soviéticos o fascistas, con obras de excelente factura). Tampoco sería de recibo hacer un reproche a la supuesta ignorancia de las jóvenes agitadoras respecto a los problemas que podría genera la explotación de otros recursos energéticos de características renovables.

El domingo 23 de octubre pasado dos activistas del grupo Generación Letzte atacaron un cuadro de Claude Monet con puré de papas, en el Museo Barberini de Potsdam. Salvo en este caso —pues los restauradores del museo encontraron daños directos sobre la superficie de la obra—, los cristales que protegían los soportes en La Gioconda y en Los girasoles oficiaron como la membrana protectora que les permitía a los activistas hacer una difusión exponencial de sus acciones, al tiempo que evitaban la prisión en el caso de haber destruido efectivamente las pinturas. En otro orden, está por definirse si estos ejercicios sirvieron para concientizar a la humanidad acerca de los problemas que afectan al medioambiente —habida cuenta del impacto inicial— o si sólo se agotaron como una pirotecnia en el cielo. Como saldo, es posible que se haya habilitado un nuevo consentimiento para ver al arte como una percha o un chasis en el que se propagandean las ideas buenistas. Otra mácula más. No pocos ciudadanos que dicen despreciar a “la pintura de museos” (sic) por ser “masculina, blanca y heteronormativa” (sic) encuentran en estas acciones mediáticas un nuevo respaldo para vigorizar su soflama prohibicionista.

"Defensa de la ofensa" y "la culpa"

En 1988, integrantes de la agrupación ultraderechista “Tradición, Familia y Propiedad” arrojaron bombas de alquitrán sobre la fachada del cine Metro, en denuncia a la exhibición del filme La última tentación de Cristo. Ante ese acto vandálico, la ciudadanía acusó a los forajidos y reclamó “el cese inmediato de las acciones fascistas que socavan la libertad de expresión”. La TFP justificó sus ataques alegando “la importancia de alertar sobre aspectos falsos y agraviantes sobre la vida de Cristo”. Si se invierte el orden y se mantienen las justificaciones que se invocan para un grafiti violento en el frontispicio de una iglesia, para una escultura pública derribada, para un edificio incendiado o para una pintura “cancelada”, los sujetos de esta agrupación también podrán estar eximidos de toda denuncia acerca de sus acciones violentas.

Los “discursos de odio” siempre fueron evocados hacia un solo lado del espectro ideológico, mientras que cuando proviene de una voz autoasignada como oprimida ya no es un “discurso de odio” sino una reivindicación naturalizada y consentida. Por lo tanto, si se cubre un mural artístico con una frase panfletaria —como sucedió en la rambla de Montevideo hace un tiempo cuando un sindicato cubrió totalmente la pintura de un artista callejero— o si se arroja sopa sobre una obra de arte y luego alguien los denuncia como hechos vandálicos, los militantes de causas nobles dirán que ese alguien es profundamente reaccionario. En tal sentido, esos militantes se han apropiado de los vocablos “derechos humanos”, “solidaridad”, “conspiración”, “odio” y “fascistas”: términos que utilizarán de acuerdo a un libreto lineal bajo la certeza de que están subvirtiendo el orden social cuando gobierna el adversario, mientras apoyan incondicionalmente toda gestión cuando gobiernan ellos mismos. Esas palabras se han dilatado tanto en sus definiciones que hoy operan como el filo que produce una herida cada vez más profunda entre las diferencias. Por ejemplo, el concepto de “fascista” abarca definitivamente cualquier idea o su puesta en práctica en manos del “otro”, pero curiosamente no se perciben como fascistas aquellos del bando propio que cultivan la censura, subvierten la presunción de inocencia, decretan doctrinas a la fuerza y promueven el destierro.

Además, la estrategia es sojuzgar al adversario mediante la culpa —tanto histórica como simbólica— por “estar de espaldas a los intereses humanos colectivos”. Tal como lo han expresado varios analistas, se trata de una estrategia que se vale de conceptualizaciones más próximas al “pecado” que al “crimen”. Mientras el concepto de crimen reclama un juicio formal en presencia de una tercera parte necesariamente imparcial que va a mantener reglas templadas para delimitar la legalidad del acto y el tipo de condena; el concepto de pecado, en cambio, apenas precisa de una acusación declarativa, basada en conceptos abstractos y subjetivos de lo que está bien y lo que está mal: reflexiones o sucesos que son malos “porque un grupo humano con conciencia de clase lo dijo”. A modo de ejemplo, existen hoy muchos casos de artistas, actores, escritores, guionistas de filmes o empresas que piden “perdón” (o se les exige pedirlo) por haber “blasfemado” contra los mandatos de la corrección política.

Estos jóvenes agitadores, habitados a menudo por nobles intenciones, son el nuevo brazo armado de quienes desprecian aspectos básicos del sentido. Un nuevo relato, construido en cierta medida desde academias cooptadas por la militancia político-partidaria y por dogmas ideológicos fundados en la más absoluta intolerancia, les sugiere militar en causas caritativas y “soltar y dejar ir” absolutamente todo aquello que no coincida, punto por punto, con sus expectativas personales —previamente cernidas por el adoctrinamiento—. Están convencidos de las consecuencias eficaces de sus acciones (bailes, performances, flashmobs, actings) y de la absolución que les concederá la historia. Son los nuevos militantes de conciencia humanista pero epidérmica, con altos índices de fragilidad emocional y propensos a sentirse ofendidos de forma permanente; hecho que los hace renunciar a la tramitación responsable de una de las características humanas por excelencia: el conflicto. Como dice el psicólogo Álvaro Alcuri, refiriéndose al conflicto en la relación de pareja, “si el otro no es “ideal”, “perfecto”; nos “limita”, nos “intoxica”. ¿Entonces, que hacemos? La opción es romper con todo y arrancar a buscar a “otro” que sí cumpla con el mito amoroso. Una y otra vez. Nos pasamos de idealizaciones a rupturas, fracasando exitosamente. Pero la idealización romántica no perdura, los conflictos son la constante, nadie tiene paciencia para resolverlos pacíficamente” (comentario de Alcuri sobre su libro Pareja ideal se busca). Por último, desacreditan de manera agresiva a todo aquél que no replique sus proclamas (históricas, étnicas, ambientalistas, antiespecistas, alimentarias, medicinales) mientras se adjudican para sí mismos estar en el lado correcto de la discusión política. (No en vano, un activista que milita en un partido político local sostuvo, sin ningún tipo de rubor, que “somos los únicos que se sensibilizan con el dolor de la gente”.) El objetivo, manifiesto o involuntario, es la imposición —mediante la prohibición del conflicto— de la verdad única.

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