Hebert Gatto
Hebert Gatto

Menem y el peronismo

Desde estas páginas, Claudio Fantini, comentando el reciente fallecimiento de Saúl Menem conjeturó que si a Kirchner le hubiera tocado gobernar en los noventa hubiera desarrollado las mismas políticas liberales que su antecesor.

La tesis de Fantini -un peronismo parasitario sin ideas propias, salvo las dominantes- es básicamente correcta pero suena inocua. Creo que el vacío ideológico peronista es un mecanismo utilitario funcional a su apetito de poder.

En este sentido el peronismo clásico, el desarrollado por su fundador, albergó remanentes fascistas, notorios en su nacionalismo estatista y su apuesta a un aparato sindical al que mediante concesiones económicas, manejaba a su gusto. Esto, condimentado con una retórica seudo progresista que apoyada en el desarrollo económico de la segunda posguerra no eludía mensajes corporativos y seudo místicos mientras desconocía a la oposición, tanto la Conservadora, la Liberal o la de Izquierda, mediante un liderazgo tumultuoso, alérgico a las instituciones. Todas características típicas de los populismos clásicos de mediados del siglo XX.

La breve vuelta de Juan Domingo al poder, entre dos cruentas dictaduras militares, no enriqueció al peronismo, más bien ensanchó la distancias entre sus adherentes y sus opositores. Recuperada la democracia debió aguardarse hasta 1989 para su retorno al gobierno, esta vez con un Menem, sedicentemente peronista pero curiosamente volcado al más craso liberalismo económico. Sus dos administraciones resultaron desastrosos para la sociedad argentina que pese a cierta reactivación económica, condenó a la marginación y pobreza a vastos sectores populares. Por más que lo peor de su legado fue una terrible crisis existencial de la que su país nunca se recuperó. Con su giro ideológico demostró que el populismo podía amparar cualquier programa, siempre y cuando conservara el poder.

Esta mutación fue ratificada, con un nuevo cambio, en las antípodas de la política menenista, por el neopopulismo de Néstor Kirchner y hoy de Cristina Fernández. Su propuesta, autocalificada de “progresista”, con antecedentes en Bolivia, Venezuela, Ecuador, Nicaragua, y atisbos en Uruguay, apostó al “pueblo”, posponiendo el primitivo llamado a la clase trabajadora (tan típica de la izquierda y del peronismo clásico), mientras concibe la política como un enfrentamiento moral entre verdad e hipocresía. Al unísono acepta las mayorías electorales pero descree de las formas y procedimientos que requiere la democracia liberal, particularmente la separación de poderes. Encomia, sin seguirlo, el camino cubano, admira al nacionalismo que antes llamaba antiimperialismo y en alguna versión, manifiesta representar al socialismo latinoamericano. Supone un fenómeno político distinto que si bien desciende del populismo clásico no puede aprehenderse conceptualmente con solo apelar a sus rasgos. Constituye una práctica política, sin ninguna elaboración doctrinaria, pero adaptada en sus resonancias posmodernas tanto al posfascismo como al pos comunismo. Su objetivo es la preservación del poder, por eso quienes no lo acompañan son sus enemigos. Sin embargo, pese a su vastedad, hoy constituye globalmente el enemigo más amenazante para la institucionalidad democrática.

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