Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

Pasaporte a la lucha

Del Uruguay en serio aprendí a apoyar la verdad y la razón donde fuera que brotasen, sin fijarme en afinidades políticas.

Rodó, Vaz Ferreira, los Batlle, los Beltrán Mullin y una pléyade de ilustres y anónimos formaron la conciencia de este gran país, al enseñarnos a pensar a partir de principios, virtudes y valores.

Por eso, concuerdo sin ambages con el senador Domenech en que el pasaporte a Marset es gemelo de la fuga de Morabito; y coincido con el frenteamplista Pereira en que fue una vergüenza que un cónsul haya ido a tomar impresiones digitales en la cárcel de Dubái, a alguien que estaba preso por haber entrado con un pasaporte paraguayo falso.

Un episodio de esta laya indigna y decepciona. Acaso en el llamado a Sala a los ministros Heber y Bustillo surja que los trámites fueron formalmente “correctos”, pero eso no basta. En ningún tema importante puede aceptarse que los procedimientos parezcan a salvo si el resultado es una derrota de un valor esencial -en este caso, nada menos que un desastre para la ley y la moral. Por tanto, es imperioso raspar hasta el hueso y, sin temblores, determinar responsabilidades por dolo, culpa o ineptitud.

Pero no nos quedemos en el origen del malhadado pasaporte. Aun antes de que nos hayan completado el puzzle, no nos distraigamos de la misión de ir sentando conclusiones. Una de ellas la hemos insinuado recién: ningún rigor en las normas de procedimiento y ningún entrecruzamiento de datos basta por sí solo para enfrentar males mayores. Hace falta una atención constante de los protagonistas hacia los bienes y los riesgos en juego.

Otra evidencia es que los males de la drogadicción no merecen más señales de complacencia y transacción y que no puede coquetearse más con la idea de legalizar las drogas, haciendo que la venta de venenos se acomode en la comparsa de relativismos que vienen estupidizando multitudes. Y hay más, también fundamental.

Lo queramos o no, nuestro Uruguay ya está inmerso en una guerra mundial que no es como las otras. A ésta no podemos balconearla de lejos con los bolsillos contentos. Está entre nosotros, en los drogadictos marginales, que mal duermen sus miserias llenando las veredas con andrajos, cartones, orines y detritus incorporados al paisaje urbano. La tenemos a diario en la crónica policial. Invade familias de todos los estratos. Sella destinos. Y despeña las virtudes y los valores sin los cuales no hay vida pública ni hay República.

Ante ello, nuestra nación, que supo vibrar con una cultura del primer mundo, tiene el deber de no disolver esta tragedia en el lenguaje promedial y abstracto de las declaraciones internacionales. Nuestro deber es oponer convicciones sanas y nuestras a los propósitos mafiosos de propagar las adicciones y la corrupción por el mundo entero. Y nuestro deber es proclamar con fuerza tales convicciones, derribando el muro de silencios y susurros por donde trepa la maleza mientras fingimos no enterarnos.

Seamos todos militantes en la cruzada por la libertad del espíritu frente a las drogas. No tengamos miedo de decir que el tráfico internacional da asco y no le ahorremos condena social.

Sintamos que mientras un réprobo logró un despreciable pasaporte para creerse rico haciendo vida de prófugo, nosotros, a cara descubierta, tenemos el honor de visar otra vez el viejo pasaporte nacional para los frentes de lucha por el bien de la persona y del Derecho.

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