Leonardo Guzmán
Leonardo Guzmán

Panchito Nolé

Con 92 años se nos fue Panchito Nolé, pianista de raza, arreglador y compositor. Su nombre resonaba en los 50 y 60 del siglo pasado, cuando, al frente de su orquesta, acompañó lo más granado de la Danza de Astros de aquella Carve con fonoplatea que supo dirigir el talento de Raúl Fontaina.

Nolé nunca perdió vigencia. Por eso, pudo irse veintisiete años y regresar al Uruguay a hacerse aplaudir en teatros, fiestas y hasta en la vecina República de Parva Domus…

Vivió y murió en el arte, siete décadas vigente. Su repertorio empezaba en Bach, recorría el romanticismo y se internaba en toda suerte de ritmos populares. Con el teclado sabía sembrar evocaciones e imprimir sonrisas, en un género de café-concert que es entrañablemente nuestro, como que lo cultivó el inolvidable Manolo Guardia y lo mantiene el constante retorno del maestro Julio Frade, con quien Nolé supo armar contrapuntos inolvidables.

Acaso el lector piense que hoy dejamos los asuntos que tratamos habitualmente, para referirnos a un amigo cercano. No es así. Con Panchito nos reencontramos muchas veces pero no cultivamos la amistad. Y, además, al detenernos en su estampa de artista no salimos de la temática de esta columna: al revés, profundizamos en ella. Porque Panchito Nolé supo ser portador del fuego sagrado del arte ¡y vaya si valorar y ensalzar ese fuego sagrado hace falta en esta época, desteñida por la sistematización de lo material y el encierro progresivo de la persona!

La chispa del arte brota cuando en una conciencia, por amor a lo que se hace, la inspiración se casa con el profesar y entonces la tarea deja de ser carga y fatiga, para asumirse como un modo de retribuir a la vida las horas que ella nos presta. Esa chispa renace siempre, porque es uno de los muchos alaridos con que lo viviente se alza por encima de lo mecánico y termina venciéndolo.

Sabemos que en torno al arte popular ha crecido el negocio y la industria del “entertainment” y también sabemos que los totalitarismos han buscado flechar ideológicamente la música y la poesía. Pero la misión trovadora no se agota en la taquilla ni en la moda y el arte de componer e interpretar muchas veces derrota a los agarrotamientos de su origen. Vence a todas las sujeciones, porque, como bien enseñó André Malraux, el arte es un antidestino.

En definitiva, estamos tejidos con hebras de melodías, poemas y latiguillos de teatro que se hicieron proverbiales. Algunos tienen años, otros tienen siglos y los hay con milenios. Todos prueban que el arte viene de mucho antes que la tecnología y va mucho más lejos que ella. Es que nació de los imperativos de sentimiento y lucidez, que nos llaman a reflejar y compartir fraternalmente todos los estados del alma.

Dolorosamente, hoy la persona, mejor dicho, el tipo como bien enseñó Wimpi, transita aislado y acallado. Reducido a comunicarse por aplicaciones de Internet, corto de lenguaje para expresar emociones, con mucho más dudas que convicciones, el tipo transita aterido y perplejo. Y el arte popular tiene mucho para fortalecerlo y rescatarlo, a condición de no confundirlo con un mero pasatiempo.

Azotados por delitos, drogas y destrozos familiares y personales, el arte en general y la música en particular hoy son de primera necesidad espiritual.

Y en ese rescate del tipo, ¡cuánta vida nos queda en el ejemplo modesto y callejero de nuestro Panchito Nolé!

Reportar error
Enviado
Error
Reportar error
Temas relacionados