Álvaro Ahunchain
Álvaro Ahunchain

El arte estúpido

Ahora pasó en Dinamarca, pero es algo que se repite en distintos países occidentales que se hacen pasar por cultos. El Museo de Arte Contemporáneo Kunsten de Aalborg encargó al artista Jens Haaning una obra que refiriera al "papel del individuo en el mercado laboral actual".

Como esta persona ya había expuesto un trabajo consistente en una caja de acrílico conteniendo billetes, le solicitaron otra similar y, para esto, Haaning pidió prestadas al museo 550.000 coronas danesas, equivalentes a unos 83.000 dólares.

Hete aquí que lo que el artista terminó enviando fue un par de lienzos en blanco, con el burlón título de "toma el dinero y huye". La noticia replicó en todo el mundo, porque ahora las autoridades de esa institución reclaman la devolución de la plata. Cuando le reprochan por no haber realizado el trabajo, el creativo currador responde: "el trabajo es que he tomado su dinero" y que "animo a otras personas que tienen condiciones de trabajo tan miserables como las mías, a hacer lo mismo".

En este disparatado mundo de la corrección política, parece que el director del museo, un tal Lasse Andersson, ha admitido que su primera reacción ante la jugada del artista fue reírse, "porque era muy humorístico". Cuánto miedo a ser señalado como represor de la libertad creativa, por el solo hecho de denunciar un hurto.

El nivel de estupidez a que se ha llegado en algunos mercados artísticos internacionales es inquietante. Hace dos años fue el italiano Maurizio Cattelan, quien pegó una banana a la pared con un trozo de cinta pato y vendió esa "obra" por 120.000 dólares. No contento con esto, un colega, David Datuna, despegó la fruta, la peló y se la comió ante cámaras de celulares. A esa acción también la denominaron "performance artística".

Los medios internacionales, siempre desesperados por hallar noticias de hombres que muerdan a perros, relataron toda esa chantada con lujo de detalles, multiplicando clics y rating por doquier. En la frivolidad que cada tanto asoma en los ambientes académicos, especialistas y críticos se devanaron en discusiones sobre si eso era o no era arte.

Y la verdad es que lo es, porque nadie puede arrogarse el derecho de decir cuál producto de la creatividad humana es arte y cuál no. Si no hubieran existido hace más de cien años los readymade de Marcel Duchamp y las humoradas de los dadaístas, podría evaluarse como saludable que un artista contemporáneo cobre notoriedad por dos rectángulos blancos o una banana. Pero aquellos lejanos antecedentes, como el orinal que Duchamp mostró como una fuente, se lanzaban a manera de trompadas en el rostro de un arte oficial conservador, acartonado y presuntuoso. Eran una expresión de rebeldía contra la mediocridad pomposa de su tiempo.

Hoy, por el contrario, estas pavadas son, o al menos pretenden ser, el arte oficial. Se reivindican como invenciones originales que activan un mercado multimillonario, donde magnates excéntricos tiran su plata o lavan sus narcodólares para posar de vanguardistas.

La repercusión que estos artistas entre comillas obtienen de los medios y las redes sociales, los incentivan a seguir por ese camino de la producción en serie de tonterías ingeniosas, creadas sin pasión ni esfuerzo. Un arte estúpido que la academia debería cuestionar, ya que no lo hacen quienes lo riegan con sus fortunas caprichosas y diletantes.

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