OPINIÓN

La región mediocre e inestable: los remedios de Uruguay

Por destino geográfico, pero también por políticas propias, Uruguay estuvo durante décadas excesivamente expuesto a esta región mediocre e inestable.

Foto: Getty Images
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“¿Cómo esta crisis? ¿Cuándo no hubo crisis acá? Si no hay inflación, hay recesión. Y si no, es recesión con inflación. Si no es el Fondo Monetario, es el Frente Popular. Si no es en el frente, es en el fondo, pero siempre una mancha de humedad hay en esta casa”. Estas frases de Rafael Belvedere (Ricardo Darín) en “El hijo de la novia”, la gran película de Juan José Campanella, son simples y elocuentes para graficar la sistemática inestabilidad que caracteriza a Argentina y en cierto sentido también a Brasil.

Pero como expresé en la reciente conferencia del Centro de Estudios del Desarrollo en la Expo Prado, la región no sólo es inestable —concepto que apunta a su volatilidad— sino mediocre, por su desempeño histórico en términos del bajo crecimiento económico y la elevada brecha de ingreso per cápita respecto a los países desarrollados.

Por destino geográfico, pero también por políticas propias, Uruguay estuvo durante décadas excesivamente expuesto a esta región mediocre e inestable.

A casi 32 años de la constitución del Mercosur que, junto con cierta apertura comercial, representó más concentración en el vecindario, existe cierto consenso sobre el carácter estructural y recurrente de su mediocridad y crisis. No importa cuando leas el título de esta columna, probablemente seguirá vigente. Así que ese debería ser asumido, de una vez por todas, como el escenario base para Uruguay.

Pero, incluso dándole cierta chance a mejoras estructurales de Argentina y Brasil, adoptar una posición pesimista es preferible a una optimista. Se trata de una forma prudente de gestión y minimización de riesgos. Porque también en esto, equivocarse por pesimista es menos costoso que errar por optimista.

Si definitivamente asumimos que, más allá de los ciclos económicos, Uruguay sigue en una región mediocre e inestable, las definiciones de políticas y las asignaciones de recursos, ya sea en el sector público como privado, deberían incorporarlo a pleno.

En esa dirección, durante las últimas dos décadas, se produjo un quiebre de tendencia y la gradual internalización de dicha realidad, lo que podría acelerarse en los próximos años. A fuerza de las crisis de Brasil en 1999 y Argentina en 2001, Uruguay transitó a menor exposición en el comercio de bienes con la región y en la interdependencia financiera. Pero el vecindario siguió siendo importante.

En la actualidad, estas nuevas crisis —la de Argentina y la asociada a la pandemia— constituyen una oportunidad para la diversificación en la producción y venta de servicios.

Así como los barcos refrigerados posibilitaron un salto en la exportación de bienes de Uruguay hace 150 años, la Cuarta Revolución Industrial facilita la comercialización de ciertos servicios fuera del vecindario. Esto era algo que, más allá del turismo, se veía muy difícil hasta hace no mucho tiempo.

Pero la pandemia aceleró dicha tendencia, con un fuerte impulso a la teleoperación, la telemedicina, la teleeducación y el teletrabajo en general.

Todo eso cataliza el nuevo paradigma de exportar servicios sin necesariamente movilizar personas para su concreción, sin que extranjeros deban visitar el país para ello, ni residentes deban viajar a producirlos en el exterior.

Por lo tanto, las crisis recurrentes del vecindario combinadas con este revolucionario cambio tecnológico deberían acelerar también la reasignación de recursos productivos. Mayores exportaciones de servicios fuera de la región a países de PIB per cápita alto y estable, por sobre aquellos comercializados en una región mediocre e inestable. Y las políticas públicas, reconociendo ese cambio estructural y con una perspectiva de largo plazo, deberían facilitar esa reasignación de recursos, donde está habiendo ganadores y perdedores.

Por supuesto que las políticas macro tienen un rol que jugar, pero con énfasis diferentes a los que suelen plantearse. Si Argentina y Brasil van a ser estructuralmente más pobres que Uruguay, también serán estructuralmente más baratos. Entonces, las políticas óptimas no pasan por “parches transitorios” a la espera de nuevos ciclos positivos que —aún en la mediocridad— probablemente lo tendrán, sino en atender a los perdedores, pero facilitando su reorientación hacia otras actividades y sobre todo, hacia fuera de la región.

Muchos de estos desafíos pasan por profundizar la inserción externa con acuerdos comerciales que den otro impulso a las exportaciones extrarregionales de bienes y servicios; una readecuación del sistema tributario sesgada a elevar el ahorro y la inversión en capital físico y humano; y políticas (re)educativas y de (re)capacitación, orientadas a generar las habilidades que demanda el mundo desarrollado.

No significa eso renunciar a la gestión de las políticas macro en esa transición, ni en el largo plazo. Siguen siendo esenciales en un marco de reglas y flexibilidad.

En lo fiscal, con una responsabilidad e institucionalidad que aseguren la diferenciación de Uruguay, su grado inversor y el bajo costo de financiamiento soberano, todo lo cual es clave para incrementar la inversión.

En materia monetaria, con reglas e institucionalidad (Banco Central autónomo) que limiten la discrecionalidad, preserven la flotación cambiaria plena y lleven la inflación estructuralmente al entorno de 3%.
Y en materia laboral, debe haber flexibilidad para acomodar esos shocks y facilitar la reasignación de recursos, junto con políticas de capacitación bien orientadas y focalizadas.

Como dice Serrat “nunca es triste la verdad”, pero en este caso para Uruguay (la región mediocre e inestable) sí tiene remedios.

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